En verano, me despertaba siempre con
el mismo sonido: el canto de los vencejos, que sobrevolaban mi calle
alegremente. Entonces subía la persiana de mi cuarto y los veía, con las alas
extendidas, apresurados, recordando a aspas de ventilador. Los vencejos eran
bonitos, pero prefería los animales lentos, esos que parecían reflexionar.
Una mañana de agosto, noté una sed
descomunal. De hecho, por más que bebiera, no me saciaba. Tuve que echarme el
agua sobre el cuerpo con tal de encontrar algo de calma. Ese mismo día, por la
noche, un vencejo cayó en el patio interior de mi casa. Lo oí desplomarse, en
silencio. Agitó las alas mientras se desplazaba por el suelo, intentando alzar
el vuelo inútilmente.
Mamá lo cogió con las manos y dijo
que era muy pequeño. El vencejo empezó a chillar como si estuviera sufriendo.
Sus ojos eran los más negros que nunca he visto. «Para que tenga suficiente
espacio para volar, tengo que lanzarlo desde un balcón», comentó mamá. Pero no
quería que lo hiciera, porque esa idea podía acabar mal, con el vencejo cayendo
al suelo y muriendo.
De hecho, sí, cayó al suelo. Mamá se
había puesto delante de un balcón y lo había impulsado hacia el aire; el
vencejo había tratado de aletear, pero había vuelto a caer al patio interior
como si fuera un fardo pesado. No había muerto; todavía se arrastraba de acá
para allá, intentando huir.
Le pedí a mamá que parase; si seguía
lanzándolo al aire lo mataría. Se detuvo, ofendida por mi aprensión. Como que
no sabía si debía llamar a la protectora de animales, me limité a quedarme al
lado del vencejo, que se había dirigido al rincón más oscuro del patio.
No pude dormir durante toda la noche.
Abrí la ventana de mi habitación, con la esperanza de que un poco de viento me
ayudase a conciliar el sueño. Inútil. Me removía entre las sábanas como si
fuesen cadenas. En cierto momento, observé mis propias manos y me di cuenta de
que no tenían su tono habitual: en las uñas, en los puños, se habían vuelto
suavemente verdes. Fui al baño a lavármelas. Todavía no podía comprender que lo
que le pasaba a mi cuerpo no se detendría por más que lo limpiase con agua y
jabón. Al cabo de dos días, me llevaría una sorpresa al comprobar que el cabello
me empezaba a caer y que los pelos de todo mi cuerpo desaparecían y se
convertían en una finísima capa con la misma textura que la hierba.
El vencejo se acostumbró a la vida en
nuestro patio interior, aunque seguía, incansablemente, intentando volar. En un
espacio tan pequeño como ese no lo conseguiría. Nosotros lo alimentábamos y
procurábamos acariciarlo para que sintiera cierta proximidad. No necesitaba que
nada le fuera próximo: solo quería escapar; se lo veíamos en la mirada, que
dirigía al cielo como si este fuese el máximo objetivo al que aspirara.
Por mi parte, ocultaba por todos los
medios posibles los nuevos colores de mi cuerpo. Mi piel mantenía su color
rosado en algunas partes, como en mi cara o en el cuello, pero, en otras, como
las manos o la espalda, se había vuelto de un verde turbio, como si toda la
sangre de mi interior se hubiese convertido en un refresco de lima. Aunque
pueda sonar incluso divertido, la situación me inquietaba. Empecé a ponerme
gorras para ocultar mi calvicie y camisas de manga larga para que nadie notase
ese nuevo color.
Llegó el día que mi madre se hartó de
ver el vencejo dando vueltas por el patio. Lo cogió de nuevo, sin avisarme. Tan
solo oí un golpe seco. Había vuelto a lanzarlo por el balcón, para ver si
volaba. Y, como sería previsible, no voló; fue a caer dentro de una pequeña
pecera. Se ahogó antes de que hubiéramos podido rescatarlo. El agua de la
pecera era tan oscura que tardamos unos minutos en encontrar su diminuto
cuerpo, ya apagado, ya alejado de esa fuerte voluntad de vivir. Lo tiramos a la
basura.
Pero lo que me puso realmente
nervioso ese día fue que mi madre empezase a mirarme de un modo raro, como si
sospechara. A la hora de comer, me pidió que me levantase la camiseta; no
paraba de preguntarme si me encontraba bien. Obedecí. La mueca que hizo no
podía ser más elocuente; tocó mi torso, que se había convertido en un tronco
esmeralda, y también tocó mis costillas, que habían empezado a desintegrarse.
Algunas hojas brotaban de los poros de mi piel y, dentro de la boca, notaba la
presión de una flor que quería nacer, ver el exterior.
Mamá compró una maceta y me dijo que
me metiese dentro. Me recubrió de tierra y solo dejó mi cabeza al aire libre.
No podía moverme. A los pocos días, cerré los ojos; cuando quise volver a
abrirlos, ya no pude, puesto que se habían vuelto algo completamente distinto. Mi
cabeza se fue deshaciendo y lo único que permaneció fue la flor que se
desplegaba en mi boca: una magnolia. Mamá puso mi maceta en aquel rincón del
patio en el que se había refugiado el vencejo. Con el paso del tiempo, dejó de
hablarme. Me regaba a diario. Dulcemente, sustituyó las palabras por el agua.
Retrato de María Luisa Caze Mir, de Ramon Casas
No hay comentarios:
Publicar un comentario