El timbre era automático: sonaba cada
día a las cinco y media. Los niños, al oírlo, salían de las clases y se echaban
a andar hacia la puerta del colegio. En el pasillo había atropellos: unos
corrían más que otros y los empujaban. Pere y Josep eran dos de los niños que
se daban más prisa.
Como que vivían en la misma calle,
rehacían el camino a casa juntos. Los días que estaban cansados o enfadados
porque un examen les había ido mal, tomaban un atajo: callejones estrechos y
oscuros. Los días que estaban de buen humor, alargaban su trayecto hasta que
acababa de atardecer: sus padres no les dejaban vagar por la ciudad cuando ya
anochecía.
Hacía pocos días que habían vuelto de
las vacaciones y aún conservaban cierto entusiasmo que se iría apagando a
medida que avanzase el curso. Un viernes, decidieron prolongar todavía más su
paseo porque durante el fin de semana no podrían verse. Subieron a la parte de
la ciudad en que había edificios modernísimos, caros, con paredes de cristales;
en la entrada de la mayoría descansaban los coches lujosos de sus propietarios,
como gatos persas que esperan una carantoña.
Pasaron al lado de un contenedor.
Pere no pudo evitar fijarse en un palo de escoba que alguien había dejado junto
a unas bolsas de la basura. Lo cogió y, blandiéndolo como una espada, siguió su
rumbo. Josep lo miraba de reojo, envidiando su hallazgo. Mientras caminaban,
criticaban a sus profesores. «¿Sabes qué le haría al profesor de Matemáticas?»,
preguntó Pere, y, sin esperar respuesta, golpeó una farola con el palo, de
manera que este se doblegó. Cuando lo alzó al aire y los dos vieron la forma en
que había quedado, se echaron a reír: más que un arma, ahora parecía un
instrumento extraño de una cultura lejana.
Pere siguió jugando con el palo.
«¿Por qué no me lo dejas?» «No, no sabrías cómo usarlo.» «Ah, ¿y tú sí que
sabes cómo usarlo?» «Sí.» «Eres bobo.» Pere se volvió hacia él y lo miró amenazante.
Aunque los dos tenían la misma edad, él gozaba de una constitución más robusta:
habría podido tumbar a su amigo como se tumba un jarrón. Siguieron andando,
pero en silencio: había nacido cierta tensión entre los dos.
Al cabo de un rato, como para
disculparse, Josep dijo: «Si no te cabreas conmigo, te enseñaré lo que he
encontrado en el contenedor de antes.» Pere pareció confuso: ¿había encontrado
algo en el contenedor y no se lo había dicho? Como estuviera en esa edad en que
la curiosidad lo vence todo, aceptó el pacto que le ofrecía Josep. Este, con
una sonrisa un pelín perversa, sacó una navaja del interior de su mochila.
A partir de aquel momento, solo
tuvieron una obsesión: la navaja. Pere se la puso debajo del mentón, como si se
la fuera a clavar. Josep se la acercó suavemente al pecho y le dijo a su amigo
que, si quería, podía empujar. En una pared, escribieron sus nombres con ella.
Se propusieron una competición: irse haciendo heridas en el brazo, a ver quién
aguantaba más; al final, no se atrevieron.
Cuando la navaja ya les empezaba a aburrir,
encontraron un aparcamiento en el que no había nadie. Se expandía un suave
silencio por él. Los coches se alineaban en infinitas secciones. En la puerta,
el único rastro de vida humana: un vigilante que observaba las entradas y
salidas. Burlaron su control pasando por detrás de la cabina en que este se
hallaba.
Merodearon entre los coches. Todos,
en cierto modo, parecían iguales. Sin embargo, Josep detuvo la mirada sobre uno
en concreto: ¿qué le llevó a hacerlo? No se sabe. Quizá fue su color. Quizá fue
su forma, que casi recordaba a la de un avión por lo sofisticado que era. La
cuestión es que se aproximaron sigilosamente a dicho coche y clavaron la navaja
en dos de sus ruedas, una delantera y una trasera. Minutos después, ya fuera
del aparcamiento, daban rienda suelta a sus carcajadas: casi lloraban de lo
mucho que les divertía su propia travesura.
Anocheció y cada niño tuvo que irse a
su casa. En el aparcamiento siguió sin aparecer nadie. El vigilante se quedó
dormido, recostado sobre su silla. Lo despertó, al cabo de un rato, el paso
acelerado de una mujer. La vio entrar en el lugar acompañada por un señor
mayor. Tenía la cara enrojecida y temblaba como una hoja. El señor se apoyaba
en su brazo y, cabizbajo, andaba lentamente. «¡Camina más rápido, papá!
¡Tenemos que llegar hasta el coche!», exclamaba ella. El anciano, no obstante,
parecía que ya estuviera haciendo todo el esfuerzo de que era capaz.
El vigilante pensó en salir de la
cabina y ofrecerles su ayuda, pero después se desdijo: su responsabilidad era
el aparcamiento, y no las vidas de los conductores que dejasen sus coches en
él. Así, la mujer tuvo que hacerse cargo sola de su padre: le pasó un brazo por
la espalda y acabó de llevarlo hasta su automóvil.
Lo hizo entrar por la puerta trasera
y le puso el cinturón a trompicones. Marcó un número en su teléfono y lo dejó
sobre la guantera, con el altavoz activado: sonaba el pitido de espera.
Mientras, se puso el cinturón ella también y corrió a encender el motor.
Alguien respondió a su llamada: «¿Sí?» «Soy Alba. Dirígete rápidamente al
hospital. He encontrado a papá tendido en el suelo del cuarto de baño. Está
consciente, pero le cuesta hacer algunos movimientos y actúa de un modo raro.»
A la hora de arrancar el coche, algo
fallaba. Todo parecía estar en orden, pero el cacharro no se movía. Se encendió
una lucecita roja: indicaba que algo andaba mal con las ruedas. Alba dio un
golpe brusco sobre el volante y salió a ver qué ocurría. Descubrió dos ruedas
pinchadas. Ahogó un grito. Buscó con la mirada al vigilante del aparcamiento:
le hizo señas para que se acercase.
Aunque llamaron a una ambulancia
inmediatamente, esta tardó quince minutos en llegar. Para entonces, el padre de
Alba, recostado, ya había perdido la consciencia y, de hecho, mostraba la
ternura que precede a la rigidez de los cadáveres. Alba solo pudo reaccionar
chillando: inundó el aparcamiento, cada una de sus muchas secciones de coches
alineados, con un llanto desconsolado.
Esa misma noche, cuando habló con su
hermano para anunciarle la muerte de su padre, dijo: «Si hubiera llamado a una
ambulancia desde un principio, habríamos llegado a tiempo. Pensé que, si cogía
el coche, iría más rápido. Si no hubiera sido tan cabezota, papá se habría salvado.
Nunca podré perdonármelo.» Y se posaba las manos sobre el rostro.
En casa de Josep se cenó carne. El
olor del sofrito inundaba la cocina. Los padres del niño estaban contentos de
que, desde su vuelta a la escuela, el profesor no le hubiera reñido por nada y
querían recompensarlo con un postre especial: le habían comprado una cajita de
bombones Lindt. Al verla, Josep se echó a dar saltos por la sala con la cajita
entre las manos y cierto color rosa en las mejillas. En esa familia, no sucedía
nada malo. Se amaban y nada les preocupaba en exceso. En el exterior de su
casa, la noche se iba haciendo cada vez más inhumana, puesto que las voces de
los transeúntes dejaban de oírse y las luces de las ventanas se apagaban. Las
mimosas que había en la entrada no se movían en absoluto.
Las noches sin viento, como las
noches sin tormenta, eran las menos inquietantes: ¿quién no conciliaría el
sueño oyendo el silencio amable de la ciudad? ¿Quién permanecería en vilo
cuando puede acurrucarse entre almohadas y no pensar más que en lo grata que es
su vida y en lo que hará el día de mañana? ¿De qué serviría atormentarse cuando
uno tiene trabajo, paga sus impuestos y puede disfrutar de la sonrisa de un
hijo bien educado? En la familia de Josep, todos eran felices estando juntos y
viendo, a través de la ventana, que las mimosas restaban quietas esa noche tan
mansa.
OBRA DE HENRI MICHAUX.
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