Ayer,
domingo, me habría gustado quedarme en casa estudiando, pero recibí un mensaje
de Maria: «¿Te vienes a dar una vuelta?» Al cabo de media hora, a eso de las
seis de la tarde, ya estaba en la puerta de mi casa. Bajamos andando,
respetando el silencio de la ciudad. Al lado de la estación de trenes, nos
encontramos con Paula. Dimos un paseo por el puerto —el mar aparecía, a nuestro
lado, tan tranquilo como el cielo— y luego por el paseo marítimo. Después
subimos al centro y pedimos unos refrescos y una copa de vino en El Pati; había
un chico muy mono. Perdimos la noción del tiempo y acabamos volviendo a casa a
eso de las nueve.
Como
decía, me habría gustado dedicar el día a preparar el examen que tengo esta
semana. También me habría gustado escribir. Al regresar, me arrepentí un poco
de haber ido a dar ese paseo tan insustancial, tan gratuito, pero, a la vez, me
di cuenta de que, si me desprendía de las pretensiones y la ambición con que
normalmente he querido domar la vida, esa tarde se parecía más a un placer que
a un error.
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