Habíamos quedado a las diez y pasaban
cinco minutos de la hora. Le vi entrar con paso acelerado, desasosegado.
Llevaba el abrigo desabrochado y miraba de izquierda a derecha buscándome. Le
hice una señal con la mano y me vio.
—¿Cómo estás? —le pregunté,
levantándome. No me respondió porque no le quedaba aliento. Nos dimos un abrazo
superficial y tomó asiento delante de mí. La camarera, rápidamente, se acercó
para preguntarnos qué queríamos; él puso cara de perplejidad, casi de no haber
entendido lo que la muchacha decía. Para que la camarera no tuviera que esperar
a que se aclarara, le dije que me trajese un café con leche y que mi amigo ya
pediría más tarde.
—Gracias, tío. —me dijo, una vez la
camarera se hubo alejado.— No sé qué me ocurre. Llevo días así, sin saber cómo
actuar, confuso. Seguramente lo que voy a contarte tiene que ver con esto.
—Sí, me tienes intrigado. —respondí.—
Cuando me llamaste para decirme que te urgía que nos viésemos, creí que ibas a
pedirme dinero. Por ese motivo fui tan frío por teléfono. Espero que me
disculpes.
—No, no es por dinero. Si fuese por
esa razón, no habría acudido a ti. Quiero decir… fíjate en lo vieja que es la
camisa que llevas y lo despeinado que vas; claramente, no tienes dinero.
Otras personas, al escuchar algo como
eso, habrían pensado en pasar a los puños, pero conocía demasiado bien a Diego.
No pretendía ofender: su problema era que hablaba por los codos.
—Antes de contártelo, debería ir al
baño.
—Bien, ve. Diría que es al fondo del
pasillo a la izquierda.
Desapareció. El resto de la cafetería
estaba vacío. Era una hermosa mañana de sábado. La luz matinal entraba por las
ventanas y, por las calles y plazas de la ciudad, no se oía un solo ruido: la
gente conversaba en susurros y aquello era profundamente melodioso. La camarera
apareció con mi café sobre una bandeja.
Di dos primeros sorbos. El humo que,
saliendo de la taza, pasó por delante de mis ojos me hizo subir un poco más los
párpados. Esos dos cortos, discretos sorbos me espabilaron. Cuando Diego volvió
del lavabo, lo vi diferente, con más lucidez. Comparé su aspecto con el del
Diego que conocía de antes y me di cuenta de que, claramente, había cambiado a
peor: más andrajoso, más cansado. Los años, como a quienes han sufrido una o varias
desgracias, le habían caído encima.
—La verdad es que no sé por dónde
empezar a contarte lo que me ha pasado… Es todo tan inesperado…
—Bueno, podrías empezar por el
principio.
—¿Por el principio? ¿Por quién me has
tomado? —espetó. Me miró con todo el desprecio de que era capaz. En ocasiones,
su irritabilidad era irritante. Opté por no decirle nada más y que fuese él
mismo quien decidiese el orden de su relato.
Giró la cabeza para comprobar si
había alguien a nuestro alrededor. Bajó el tono de voz. Se arrimó a la mesa e
hincó los codos en esta. Bajó la mirada hacia el suelo, el vacío, y, casi ininteligiblemente,
empezó a hablar:
—Creo que volverá. Sí, tiene que
volver… Bien: no tiene que volver, pero lo hará, porque la conozco
demasiado como para que no lo haga. Todo el mundo vuelve, ¿verdad? No hay nadie
que se vaya para no volver. Pero en su caso… algo me da mala espina. No sé.
Ella es de otro país y solo había venido aquí por trabajo. Éramos compañeros de
trabajo. Lo fuimos durante cinco meses.
Decía todo eso con demasiada rapidez.
A veces, bajaba tanto la voz que se acercaba al murmullo. A partir de los
fragmentos, de las frases, que iba captando, intentaba componer un mosaico en
mi cabeza. También sabía cosas que, en el pasado, Diego me había contado, como
que se había empezado a enamorar de la chica con la que compartía despacho o
que quería declarársele. Ese tipo de confesiones me las había hecho apenas tres
o cuatro semanas antes, pero con cierta inseguridad, como si la garantía de sus
proyectos amorosos tan solo estuviera en su imaginación.
—He estado reflexionando sobre ello y
cada vez me parece algo más evidente. —continuó.— Ahora, tal vez, no se da
cuenta de cuánto me quiere, pero, dentro de unos meses, tomará consciencia de
todo lo que he hecho por ella y regresará. Pero entonces ya la habré olvidado,
sí, habré rehecho mi vida.
Y los ojos se le llenaban de una
ilusión muy precaria, como el entusiasmo de los niños que, ya algo mayores,
comienzan a darse cuenta de que los Reyes Magos son los padres pero aún no
están dispuestos a asumirlo del todo. ¿Pero de dónde venía el enamoramiento de
Diego? ¿Era correspondido? No tenía ni idea, pero temía que, si le hacía alguna
pregunta con demasiada precisión, quizá se la tomaría mal. Lo último que quería
era ofenderle; viéndolo tan indefenso y descuidado, lo único de que me veía
capaz para no dañarle era de escucharle. Fijé mis ojos en los suyos y fui
asintiendo a todo lo que decía, con cierto automatismo, pero sin dejar de
mostrar la atención más sincera.
—Todo este desasosiego que ahora
siento empezó a mediados de febrero. Ella me dijo que, durante unos días, no
vendría al trabajo porque tenía que hacer un viaje. Me prometió que nos
encontraríamos en esta misma cafetería, a las siete de la tarde, el día
veintinueve de febrero. Pero no fue hasta dentro de unos días que me di cuenta
de que el veintinueve de febrero no existía.
Me entraron ganas de reír. Apreté los
labios y se me pasaron. Calló. Me miró extrañado: «¿Por qué hace esa mueca?
¿Estará loco?», debió pensar. Pasamos tres segundos en silencio; empecé a
sentirme incómodo; decidí seguir asintiendo con la cabeza, como si eso fuera a
animarle a continuar con su historia. Así fue.
—El día veintiocho, se me ocurrió que
quizá se había confundido al citarme y que, en realidad, quería que nos
viésemos ese mismo día. Por la mañana, vine a esta cafetería y me pasé todo el
día sentado en esta misma silla, pidiendo cafés. A las siete de la tarde, me
volví hacia la puerta de la calle y esperé a que entrase, pero no lo hizo. El
primero de marzo, volví a pasarme todo el día aquí. El día dos, también. Tuve
que llamar a mi empresa y decir que estaba enfermo. Seguí viniendo, convencido
de que, algún día, quizá uno muy cercano, a las siete, oiría el crujido de la
puerta al abrirse y su sonrisa me iluminaría.
Quizá fuese una sensación que no
tuviese nada que ver con lo que pasaba en el exterior, pero creo que, en este
momento, el silencio de la ciudad se llenó de significado. Como una canción
popular que, de pequeños, se nos hace familiar y cotidiana y, en cambio, al
envejecer, reconocemos como algo verdaderamente profundo, ese silencio me hizo
agachar la cabeza, dejar de mirar a Diego. De hecho, le dejé de mirar casi involuntariamente,
sin darme a mí mismo la orden de desviar los ojos hacia otro lado.
—El día seis o siete, llegué a la
cafetería por la mañana y me la encontré cerrada. Decidí sentarme en el peldaño
de la entrada y, apoyando la espalda en la persiana bajada, seguir esperando.
Se me ocurrió algo: «¿Y si ella me había querido citar para el día veintisiete
de febrero, confundiéndolo con el veintinueve? El siete y el nueve son números
parecidos: solo los separa un trazo.» Ese pensamiento me dejó desquiciado.
Hundí mi cabeza entre los brazos para que los transeúntes no me vieran.
Ese día, el día en que Diego y yo
quedamos, era el diez. Tal vez dentro de él no hubiese cambiado nada, pero
acerqué una de mis manos hasta las suyas y las apreté fuertemente. Estaban
calientes, como el café, y temblaban un poquito, puesto que el deseo las
mantenía tensas. Envidié que, a sus cincuenta años, el dorso de sus manitas
siguiera tan fino y blanco.
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