Paco era un niño de ojos negros y
mirada perdida. Solía vestir los polos básicos y pantalones de pana que su
madre le compraba. Su abuela le llamaba Francisco, pero el padre del niño
siempre replicaba: «Se llama Paco.» Crecía felizmente en el seno de una familia
feliz —si es que existe algo así.
Una mañana, en clase, el profesor
exclamó ante Paco y sus compañeros: «¡Tenéis que ser críticos!» Y, como que vio
que se quedaban un poco perplejos, insistió en ello poniendo algunos ejemplos.
Habían de protestar cuando les pareciese que algo estaba mal, cuando veían que
una cosa se podría haber hecho mejor, cuando se sintiesen engañados. «¡Sed
críticos siempre, siempre!»
Si bien la mayoría de niños no
entendieron a su profesor, el mensaje que este intentaba transmitir caló hondo
en Paco. El chaval quedó inmóvil durante unos segundos, con los labios
entreabiertos y los párpados muy altos. Dio un golpe de puño a su pupitre, como
decidido a cambiar el rumbo de su vida.
Ese mismo día, cuando volvió a casa,
ni siquiera saludó a sus padres. Fue directamente a su habitación, abrió un
bloc de notas y empezó a apuntar todo lo que creía que estaba mal o que podría
estar mejor: «Los regalos de Papá Noel y los de los Reyes están mal, porque si
los recibiese todos el mismo día ahorraríamos tiempo; los Plastidecor también
están mal, porque no pintan como las acuarelas; las tijeras para niños están
muy, muy mal, porque ni pinchan ni cortan.» La lista siguió aumentando. No le
faltaba imaginación.
A las dos de la tarde, cuando su
madre lo llamó para que fuera a almorzar, se negó a ir en señal de protesta.
«No pienso comer hasta que hagamos los almuerzos a la una de la tarde.» Su
padre, al escuchar aquello, se llevó una mano a la cabeza y se preguntó si su
hijo se estaría convirtiendo en un anciano o acaso en un europeísta. Su madre
no le hizo ni el más mínimo caso; pensó que, en un rato, se le pasaría la
tontería.
Sin embargo, llegó la noche y Paco se
volvió a negar a comer: su madre lo había llamado a cenar a las nueve y él
estaba en contra de digerir un solo alimento después de la puesta de sol. No lo
dijo con estas palabras, pero se entiende que lo que quería expresar era ni más
ni menos que esto. Además, cuando su padre quiso descansar viendo una sitcom
antes de acostarse, Paco le riñó: «Sería mucho mejor que vieses un documental. Los
niños aprenden de sus padres. Si te veo divirtiéndote con sitcoms, me pasaré la
vida viendo sitcoms. Si te veo mirando un documental, entenderé que eso es
bueno y me pondré a ver documentales.» Su padre, ofendido por tan exquisita
madurez, se levantó y se fue a su despacho. Encendió su ordenador y buscó algún
videojuego en el que ahogar sus penas. Paco volvió a aparecer: le pidió que, en
lugar de jugar con marcianitos, se pusiera a leer algo edificante. «¿No ves
que, haciendo esto, eres una mala influencia?» Se enterró debajo del edredón y las
almohadas de su cama mientras Paco le pedía que tuviese coraje.
A la mañana siguiente, el niño se indignó
con su madre: «¿Esperas que desayune magdalenas todos los días de mi vida?
¿Tanto te costaría prepararme un zumo de naranja, mucho más sano? ¿Acaso
quieres que viva menos que tú? ¿Acaso quieres verme morir?» Antes de que la
vena que su madre tenía en la frente acabase de hincharse, le ordenó que se
fuese al colegio inmediatamente. «Pero aún no es la hora de que vaya a la
escuela…» «Te digo que te vayas.»
En clase de latín, delante de todos
sus compañeros, Paco se estiró encima de su pupitre e hizo como si agonizara.
El profesor, asustado, se le acercó y le preguntó qué le ocurría. «Como que
debemos estudiar una lengua muerta, he decidido morirme», respondió él. La idea
pareció tan sugerente a los demás alumnos que todos se echaron por el suelo y
empezaron a fingir espasmos. El profesor se encerró en un lavabo que había al
lado del aula y no salió hasta al cabo de dos horas. No se lo volvió a ver por
el centro.
A la siguiente clase, con el profesor
que el día anterior había propuesto a los niños que fuesen críticos, Paco
decidió que no solo su maestro podía hablar, sino que todos los alumnos debían
tener la oportunidad de pronunciarse sobre el temario de la asignatura. El
profesor estuvo conforme con lo que decía Paco: «Bien. Dejo que digáis lo que
opináis sobre el temario de la asignatura. Adelante.» Nadie dijo nada.
«Adelante, he dicho.» Todos estaban mudos. No obstante, cuando el profesor
quiso retomar la lección, Paco protestó: «Si sigues con tu clase, mis
compañeros se sentirán cohibidos y no podrán decir lo que quieren decir
libremente.» Así que el profesor calló de nuevo y la siguiente hora transcurrió
en el más sobrio silencio.
Pasaron los años y los padres de Paco
encanecieron rápidamente. El niño dejó de hacer deporte para dedicarse al
exigente ejercicio de la crítica y, antes de que llegase a la adolescencia, ya
presentaba una barriga que invitaba a hacer predicciones sobre su brillante
futuro intelectual. A los diecisiete años, pidió a su peluquera que le hiciese
un corte que le escondiese las entradas: su flequillo era oscuro, infalible,
absoluto. Un poco más tarde, ya participaba en incontables tertulias televisivas
y tuiteaba entre aplausos y alabanzas a su majestuoso, magnánimo espíritu
crítico.
HENRY GELDZAHLER AND CHRISTOPHER SCOTT (1969), DE DAVID HOCKNEY
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