Nos despertamos a eso de las doce y salimos del hotel ya con las maletas
hechas. Desayunamos de nuevo en el Rodilla de Gran Vía. Visitamos el Museo
Cerralbo: es un lugar bellamente ostentoso, aunque peca por exceso en casi
todas sus salas.
Mis padres me envían un mensaje y algunas fotos. Dicen que han vuelto a
entrar en la finca de nuestra propiedad que tenemos en el bosque. No
especifican si han robado nada. Ya es la tercera vez. En las fotos, aparecen
dos persianas destrozadas. Sí, debe ser un vándalo, ¿pero cómo se le ocurre a
alguien entrar en una propiedad ajena y, sencillamente, dedicarse a destruir lo
que encuentra a su paso? Una vez más, tengo la intuición de que, en el mundo,
hay más estupidez que maldad, y seguramente ese vándalo obra como lo hace
porque desconoce una forma más razonable de proceder; no se trata de sus
perversas intenciones, sino de lo poco que sabe. Está claro que la cultura
también puede contribuir al mal, pero lo que conviene a los hombres es
civilizarse en la justa medida, sin deficiencias ni excesos. La justa medida:
eso es lo complicado.
Comemos en un Papizza. Nos pasamos la tarde de arriba abajo, encontrando
todos los sitios cerrados o bien vacíos. Acabamos dando un paseo por el Retiro.
Al atardecer, entre edificios tan altos, los colores del cielo —azul y rosa,
renacentistas— pasan desapercibidos. La Gran Vía está plagada de gente con
abrigos de piel, chupas de cuero, pocas prendas de poliéster. Fácilmente
llegaríamos a la conclusión de que en Madrid se viste bien.
Entramos en la estación de Atocha una hora y media antes de que salga
nuestro tren. Realmente, este lugar parece una mona de Pascua; las estaciones,
sitios de partida o llegada, suelen tener este aire acogedor que contrasta con
los adioses, con las ciudades que se dejan atrás al tomar el tren. Le comento a
Abril que las despedidas siempre me deprimen; no quiero abandonar Madrid.
Debería aprender, de nuevo, a amar mi propia vida. Hay cosas que se olvidan
fácilmente porque son de sentido común. El sentido común es un bien poco
apreciado si tenemos en cuenta la cantidad de veces que lo ignoramos.
Dentro del tren, me siento al lado de la ventana. A las ocho y media,
empieza su trayecto. Me pongo unos auriculares y fijo la mirada en el cristal,
en la oscuridad que hay fuera del vagón, en las luces de las zonas que vamos travesando.
El país, de noche, parece muy manso, como si el estrés del día a día lo hubiese
cansado y, finalmente, le hubiese caído encima una cama de sueño.
Durante las últimas semanas, dentro de mí, ha ido cobrando fuerza un
convencimiento. Mi adolescencia no terminó cuando cumplí dieciocho años.
Tampoco terminó cuando, dos días después de haber hecho las pruebas para
ingresar a la universidad, mi gata, Mixa, que me había acompañado desde antes
de que naciera, murió. Tampoco con mi primera, fatídica relación. Tampoco con
la desilusión que, lentamente, se ha ido plasmando en las páginas de este
diario. Es bastante seguro que mi adolescencia acabó el verano pasado, en la
playa de S’Agaró, de noche. Al menos, acabó simbólicamente.
Me había pasado todo el mes de agosto entre dos hospitales, Can Ruti y
Hospital de Barcelona: habían ingresado a papá después de que sufriera un
ictus. Decidí ir a pasar los primeros días de septiembre con unos amigos en
S’Agaró, donde uno de ellos tenía un piso de veraneo. Fueron días espléndidos,
de muchas risas y calor. Sin embargo, la última noche, nos emborrachamos con
demasiada rapidez y fuimos a la orilla de la población con la intención de
bañarnos. Cuando llegamos allí, A y yo nos apartamos del grupo; vi que su
novia, P, estaba muy cerca de otro de nuestros amigos y bromeé con que le debía
estar poniendo los cuernos. A, que, al parecer, había tenido discusiones muy
serias con P porque estaba celoso, me pegó una bofetada y se fue. La bofetada
era de menta. Hacía años, muchos años, que nadie me pegaba. Quizá la última
persona que me pegó fue mi abuela o mi padre, cuando tenía ocho, nueve o diez
años. No lo sé.
En aquel momento, se hizo un silencio que no he vuelto a oír nunca más.
El murmullo de las olas. La oscuridad de la playa. Estaba solo. Los ojos se me
llenaron de lágrimas y me sentí como el niño al que castigan por haberse
portado. ¡No, no, es injusto! ¡Yo no he hecho nada! Seguí llorando. Pensé en
papá; semanas antes de su ictus, le había dicho que en nuestra familia nunca
pasaban cosas trágicas. Pensé en mamá, en Mixa, en Alicia, en Laura, en mis
colegios, en el parque en que crecí, en el maquillaje que me prohibieron que me
pusiera, en el primer chico del que me enamoré. Recordé pequeños instantes como
si A, con su bofetada, hubiera cerrado un álbum de fotos. Bueno, no sé si en
aquel momento acabó mi adolescencia; lo que está claro es que aquello olía a
despedida.
Fin
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