Nací y mis padres convirtieron su salita
de estar en mi habitación. No tuvieron que hacer grandes reformas: pintaron las
paredes y el techo de azul, dejaron las estanterías que ya había y añadieron un
par de muebles. Mi cuarto era el más pequeño de la casa, increíblemente
estrecho y poco largo. En la pared opuesta a la puerta, había una ventana que,
en verano, siempre dejaba abierta. Me acababa de sentar a mi escritorio a leer.
Oí el teléfono de mi madre, sonando desde
el comedor. Luego, los pasos de ella. El aparato dejó de cantar: «¿Sí? ¿Quién
es?» Mamá no añadió nada más. Siguieron dos minutos de silencio. En algún
momento, me di cuenta de que era raro que mamá no fuese contestando a la
persona que había al otro lado de la línea. Finalmente, volví a escuchar su voz:
«¿Pero estás bien, Joan?»
Joan era el nombre de papá. Solo mamá lo
llamaba así. Aunque estábamos en pleno agosto, él seguía trabajando en el
negocio familiar, una zapatería. ¿Qué hacía en la zapatería mientras todo el mundo
estaba de vacaciones? No lo sé. Nunca me paré a imaginarlo ni a preguntárselo. Creo
que limpiaba los estantes y las cajas de zapatos y organizaba el escaparate de
cara a septiembre, pero quizá solo quería un poco de tiempo para sí mismo. Si
hubiera sido así, le habría entendido: estar en familia también me agobiaba.
Cerré el libro que tenía entre las manos
y me concentré en las palabras de mamá. Llegaban a mi habitación un poco
sesgadas. Me levanté para escucharlas mejor. Me fui acercando al comedor lentamente,
sin estar convencido de que ocurriese algo a lo que mereciese la pena prestar
atención.
Me quedé en el umbral de la sala,
mirándola. Con el teléfono sobre la oreja, se volvió hacia mí y me dijo:
«Tenemos que bajar a la zapatería. No sé qué le pasa a tu padre. Me parece
haber escuchado: “Me encuentro mal.”, pero no se le oye con claridad.» Fui a
cambiarme las zapatillas por zapatos de calle y esperé a mi madre en la puerta.
Ella tardaba más en arreglarse. Antes de que hubiese terminado de peinarse, me
ordenó: «¿Pero a qué estás esperando? ¡Baja hacia la tienda! Iré detrás de ti. Tu
padre necesita ayuda urgentemente: creo que le ha vuelto a dar un mareo.» Sin
responderle, abrí la puerta y me eché a andar.
Las calles de Barcelona, ay, las calles
de Barcelona. Aire fresco ―fresco si no lo comparábamos con el de la
montaña y los núcleos urbanos menos poblados, claro. El tráfico, los ruidos,
las terrazas ya repletas. Carrer Consell de Cent: mi calle. Vivía enfrente de
una chocolatería; su dueño era un hombre amable que siempre saludaba con la
mano al verme; esa mañana, me avistó antes de que desapareciera por la esquina
más cercana; moví los labios como diciendo adiós porque iba tan deprisa que no tuve
tiempo de hacer un gesto con el brazo. Bajé por la primera calle transversal y
avancé hasta Passeig de Gràcia. Miré hacia el final de la calle y saboreé la
luz que caía sobre las farolas modernistas como si las encendiera en plena
mañana. Seguí caminando hasta Rambla de Catalunya. Al principio de aquella vía,
en un local amplio y elegante, se abría la zapatería de mis padres. La persiana
exterior estaba medio echada. En medio, había un cartel pegado: «Vacaciones.
Volvemos el veinticuatro de agosto. Disculpen las molestias y disfruten del
verano.»
Hacía tanto tiempo que no pasaba por
delante del negocio familiar que había olvidado un poco cómo era. Crucé el
pasillo que seguía a la puerta de entrada. Me quedé embobado mirando el
escaparate. Había una segunda puerta, que daba al interior de la zapatería.
Tuve que abrirla con una llave que llevaba en el bolsillo. Me costó atinar en
el cerrojo porque la persiana bajada impedía que la luz accediese al local y la
penumbra se extendía por todos lados. Al final, cuando lo conseguí, di un
primer paso firme: noté que el suelo ―que en el pasillo en que había el
escaparate era de mármol― cambiaba al parqué más ruidoso; el contacto de mi
zapato con esa superficie me hizo pensar en mi niñez y en las tardes que pasaba
en esa tienda, encerrado, jugando.
Busqué a papá con la mirada. «¿Dónde te
has escondido?» Era como si allí no hubiera nadie. Oí un leve crujido y me di
cuenta de que alguien se escondía detrás del mostrador. No, no se escondía: se
había caído al suelo. Le ayudé a levantarse y me miró con unos ojos que le
daban vueltas de acá para allá. «¿Qué te ha pasado, papá?», le pregunté.
Respondió que no lo sabía, que estaba confuso. Él, tan tranquilo, andaba
empaquetando productos y, de repente, había sentido una molestia en la cabeza:
«No ha sido tan fuerte como el dolor de cabeza que me dio hace un par de
semanas, pero me he tenido que sentar en el suelo porque creía que me iba.»
«¿Que te ibas a dónde?» No me supo responder. Me miró casi como si no me
reconociera. A los pocos minutos, mamá abrió la puerta y pidió explicaciones.
Sugirió a papá que se quitase la camisa.
«Quizá te ha dado un golpe de calor.» Se quedó en tirantes. Me sentí algo
incómodo porque no estaba acostumbrado a ver a papá con poca ropa: el pelo del
pecho le sobresalía por el blanco de la camiseta interior. Se había sentado en
uno de esos sofás que usaban los clientes para probarse calzados. Sudaba
ligeramente y se pasaba la mano derecha por encima de la frente, como si ese
movimiento le refrescase.
¿Cómo describir a papá, sentado,
preocupado, desorientado? Parecía que en dos minutos hubiese perdido la
seguridad que le caracterizaba. Es verdad que era un hombre tembloroso, al
igual que yo, pero él sabía qué tenía que hacer en cada momento, cómo debía
actuar. Verle así, paralizado, acostado sobre el respaldo del sofá como si un
soplo de aire le hubiera empujado y no le dejase levantarse, me transmitía unas
sensaciones desconocidas. No quería sacar conclusiones, pero eso no parecía un
simple mareo. Entonces, mamá le preguntó por qué no nos había llamado antes,
por qué hablaba tan flojo por teléfono. Papá respondió que no sabía cómo marcar
las teclas. Claramente, había algo que distinguía aquello de un mero dolor de
cabeza o mareo.
«Vete.», me recomendó mamá. «Seguro que
tienes cosas que hacer. Me quedaré con él y, cuando se encuentre mejor,
cerraremos la tienda y volveremos a casa.» Era cierto que tenía cosas que
hacer: ordenar mis estanterías, escuchar música. Eché un ojo a papá y, aunque
lo seguía viendo extrañamente descompuesto, me dije que era cuestión de minutos
que se recuperase. «Adiós, papá. Adiós, mamá.», dije mientras me dirigía a la
puerta de cristal. Desde el pasillo, con la cabeza girada, les seguía
observando. Papá no parecía dispuesto a alzarse; se agarraba a un brazo del
sofá como si estuviera en un barco que le zarandeara de izquierda a derecha.
Mamá, con los brazos cruzados, paseaba alrededor de él y le iba dando
conversación. Después de haber pasado tantas horas, tantos días, tantos meses
en esa zapatería, prácticamente no la reconocía; aunque materialmente no había
cambiado, la familiaridad con que la recordaba se había desvaído con los años
de la infancia y la adolescencia. Ahora era un universitario, un adulto, un
número más entre los carnés de mi facultad y varias cifras en las listas de mis
evaluaciones. ¿Qué era, exactamente? Hijo de comerciantes, miembro de una
familia pequeñoburguesa (¿aún hay familias pequeñoburguesas?), parte
supuestamente intrínseca del universo (no sé yo), español según mi documento de
identidad, barcelonés… Ah, sí, Barcelona. Una vez más. Acababa de salir de la
zapatería y los efluvios de gente que bajaban y subían por Rambla de Catalunya
ya me impedían el paso. Caminar por el centro de la ciudad era difícil. Darse
prisa, imposible. Adoraba que fuese tan complicado avanzar, que los turistas formasen
grandes aglomeraciones, que la lentitud con que andaba por esas calles me
obligase a levantar la vista al cielo y a ver esos hermosos edificios
modernistas que arropaban las aceras y calzadas.
Decidí tomar el camino más largo para
llegar a casa. Bajé un poco más, hasta Plaça Catalunya. Las esculturas que
había en el centro de la plaza, entre fuentes y arbustos, seguían tan
imponentes como de costumbre. Había una viveza en ellas que no se encontraba en
las piezas escultóricas de los museos, como si el hecho de estar en el exterior
les diese pulmones, corazón y ojos con los que observaba mientras caminaba
dulcemente ante ellas. De vez en cuando, chocaba con algún transeúnte que iba
en la dirección contraria a la mía y, sin saber a ciencia cierta si el error
había sido mío o suyo, decía: «Disculpe…»
Una vez, una bicicleta casi me
atropella. Desde el primer momento, no me cupo duda de que había sido culpa
mía. La ciclista se desvió a tiempo para no topar contra mí y frenó de golpe;
se volvió y respiró hondo, mirándome con furia. Junté las manos en una súplica
ridícula y aceleré el paso. Nunca caminaba por la ciudad estando concentrado.
Para mí, ir por la calle era lo mismo que librarse al embobamiento, quizá a
alguna reflexión. Miraba hacia los techos de los edificios, hacia los balcones.
Era hermoso ver aparecer, de la profundidad oscura de una ventana, un hombre
sin camiseta, abstraído. También disfrutaba cuando alguien se ponía a regar las
plantas de su balcón y un par de gotas caían sobre mi frente o mi nariz, frías
e inesperadas.
Amaba lo imperfecto de Barcelona.
También amaba su pasado imperfecto. Papá sabía muchas cosas sobre este. Cuando
paseaba con él por el Eixample, me señalaba distintos sitios con el dedo: las
galerías que estaban donde había vivido el barón de Maldá, las auques de
Carrer Petritxol… Creía que lo sabía todo sobre la ciudad. Comprendí que no era
así el día que fuimos a un barrio periférico y miraba hacia su alrededor con
indiferencia. Todos los niños acaban viendo que sus padres no lo saben todo,
aunque no es algo que se descubra de la noche a la mañana; hasta la madurez o
la muerte, se puede seguir confiando en la sabiduría de los progenitores, por
más errores que, muy humanamente, cometan.
A mis diecinueve años, seguía viendo a
papá como un gran conocedor de los secretos urbanos. Sin embargo, ya no paseaba
con él y no podía beneficiarme de lo que sabía. Nunca he encontrado tanto
placer en un paseo como a su lado. Durante mi adolescencia, empecé a sentir
vergüenza cuando salía con él a la calle, de manera que busqué excusas para no
hacerlo. Ahora, yendo ya a la universidad, sentía nostalgia por esos días en
que, siendo un niño, me complacía con las historias que papá contaba. Me habría
gustado recuperar esos paseos, pero hay experiencias que se rompen torpemente
en la adolescencia y que, aunque pueden intentar restaurarse, no vuelven a ser
lo mismo. La verdad es que no podía saber si patearme la ciudad con papá era
diferente con la edad o no: ni siquiera me atreví a sugerirle que recuperásemos
esos deambulaciones.
¿A qué se debían los últimos mareos de
papá? No sabía si debía preocuparme. Ya era un hombre mayor. Como tal, tenía
sus achaques. Él nunca me había exhortado a que aprovechase mi juventud, pero,
cada vez que le miraba, sentía lo mismo: que la manera en que me observaba
mezclaba la admiración con la envidia, como si echase en falta esos tiempos en
que su piel era tersa como la mía y aún contaba con todo su cabello. No, él no
me sugería que viviese cada momento al cien por cien, pero sus ojos me hacían
comprender esa necesidad, la necesidad de ocupar el presente con la mayor
atención posible. No obstante, mi vida todavía estaba por hacer. ¿Qué era yo,
asimismo? Una página en blanco. Sí, ya había consumido mi infancia e iba camino
de terminar mi adolescencia, ¿pero todo eso qué quería decir? En verdad, aún
podía sentirme al principio de un largo trayecto. El concepto proyecto vital
flotaba por mi cabeza, pero lo hacía con la vacuidad de una caja cerrada que no
tiene nada en su interior.
Seguí andando por Ronda Sant Pere. Me
fijaba en las cafeterías y restaurantes de esa calle; dirigía los ojos hacia
sus interiores y olía el ambientador de vainilla que habían puesto en algún
lugar para disimular el hedor a orina de las aceras. A esas horas, no había
mucha gente caminando por allí, solo los trajeados que continuaban trabajando
en agosto y los pocos turistas que se atrevían a madrugar. El sol ya había
salido y, a través de los altos edificios, desprendía un color anaranjado que
hacía que ese momento fuese fácilmente confundible con el atardecer.
Al llegar a Plaça
Urquinaona, giré por Carrer Pau Claris. ¿Qué haría
cuando volviese a casa? Me prepararía un café y leería durante dos, tres horas…
¿quién sabe durante cuánto tiempo exactamente? Leería hasta que alguien me
interrumpiese. Odiaba los almuerzos porque siempre truncaban mi tiempo de
lectura. Lo que habría preferido es empezar cada mañana un libro y acostarme
habiéndolo terminado; sí, dedicar todo mi día a la voz de un solo escritor, sustituir
mis pensamientos por sus textos. En verano, leía una barbaridad. Veía
incomprensible que, durante el resto del curso, las horas que tuviese para
dedicar a la lectura fuesen inferiores: ¿acaso no estaba cursando la carrera de
Filosofía? Conocer a algunos grandes pensadores a través de sus libros me
parecía tan o más importante que la asistencia a clase. Y, sin embargo, no era
aquello lo que los profesores solían valorar.
Volví a doblar por Carrer Casp. Esa calle respiraba tranquilidad. No conocía el ajetreo. Sus vecinos eran
silenciosos y reservados. Me encantaba pasar por allí porque era una de esas calles
de gran longitud que parecían no acabarse nunca. Sus aceras eran lo
suficientemente anchas como para que me apartase de los demás transeúntes a medida
que me acercaba a ellos; cuando cruzaban por mi lado, les daba un rápido
vistazo, intentando que ellos no se percatasen; lo que en verdad me gustaba era
mirar a los desconocidos, aunque, por otra parte, me pusiera nervioso siempre
que fueran ellos quienes me observasen a mí. Subí por una calle que cortaba con
la de Casp y aceleré el paso hasta llegar a casa: acababa de recordar la página
por la que había dejado el libro que estaba leyendo y quería reemprender su
lectura cuanto antes mejor.
Me habría gustado cruzar la puerta y que
lo primero que oyese fuese la manecilla del reloj de pared. Sin embargo, justo
cuando introduje mi llave en el cerrojo de la entrada, el teléfono del salón
empezó a sonar. Me di prisa para llegar hasta el aparato a tiempo. Lo
descolgué. «¿Sí?» Respondió mamá, con voz alterada. Decía que había acompañado
a papá al hospital. Lo que nos había parecido un mareo, en realidad, era más
grave. Estaban planteándose la posibilidad de ingresarlo en un centro que
estaba en Badalona. «¿Pero qué le ha ocurrido?», le pregunté. Dijo que no me lo
podía explicar en ese momento porque la malinterpretaría. Yo solo quería que me
diese un nombre, el nombre del problema que estaba sacudiendo el cuerpo de
papá: no sé por qué, saber cómo se llamaba lo que le estaba pasando me habría
consolado.
Dejé el teléfono en su puesto y dudé.
¿Qué hacer? Me dirigí a mi habitación e intenté ponerme a leer, pero fue
imposible. A la segunda frase, perdía la concentración. Busqué en mi estantería
el bloc de notas en que antes dibujaba y empecé a garabatear en la última
página. ¿Qué me estaba pasando? En pocos minutos, había olvidado completamente
lo que quería hacer. Ya no podía leer ni escuchar música ni hacer una de tantas
cosas con que se puede pasar el rato en agosto. Miré por la ventana y vi que el
mundo seguía funcionando como si mis padres no estuvieran en el hospital. Tenía
la impresión de que, en cualquier momento, entrarían por la puerta y harían
como si nada hubiera ocurrido; proseguiríamos con nuestra normalidad sin ni
siquiera comentar el mareo de papá.
Pero las horas del día se sucedieron y
yo seguía sin tener idea de qué hacer con mis manos, con mi cuerpo, con esa
consciencia que no me dejaba tranquilo: «No recuerdo que papá haya estado en el
hospital nunca.», me decía. Y, por inverosímil que sonase, me habría atrevido a
jurar que, desde que había nacido, jamás había visto a mi padre en un estado
semejante. Papá aún era ese hombre que me daba la mano, que me castigaba cuando
hacía algo mal y que me recompensaba cuando sabía cómo comportarme. Sí, la
infancia quedaba lejos, pero su figura, firme e imponente, no había flaqueado
hasta entonces. Le había visto liderando la familia con convicción; como quien
sabe perfectamente en qué consiste la vida, se había dedicado a protegerme;
bajo ningún concepto se me habría pasado por la cabeza que pudiese ser él quien
necesitase el cuidado de los demás.
A las cuatro de la tarde, oí que alguien
subía por las escaleras. Los pasos eran bruscos, agigantados. Llamaron al
timbre. Fui a abrir. Antes de girar el picaporte, ya sabía quién era: había
reconocido su silueta a través del cristal de la puerta. Una silueta de hombros
anchos, escasa estatura, bastante nervio en cada gesto. Tuve que aspirar aire
antes de poner mi mano sobre dicho picaporte y, definitivamente, dejarle pasar.
Cuando la puerta cedió y él entró, ni lo miré a los ojos. Dejé que mi mirada
cayese más allá de él, como si quien hubiese llegado fuese un fantasma y no
pudiese advertir su presencia corporal.
Él también me ignoró. Fue decididamente
a su cuarto y cogió un maletín. Mientras tanto, volví al mío y me refugié, una
vez más, en esos garabatos con los que me mantenía ocupado desde que había
regresado de la zapatería. Sentí cómo tomaba las llaves de su coche y se aproximaba
a mi habitación. Desde el umbral, me preguntó: «Acaban de ingresar a papá en el
hospital. Ahora iré a visitarlo. ¿Te vienes en mi coche o ya irás por tu
cuenta?» Estar dentro del mismo vehículo que él… No. No podría aguantar una
cosa así. Me pondría demasiado nervioso. Con solo su presencia, conseguía
incomodarme. Le espeté que ya averiguaría cómo llegar hasta el hospital por mis
medios. Dejó que pasasen unos segundos. Silencio. Y dijo: «No sé si te haces
cargo de que papá no está bien. Necesita que estemos con él ahora, ¿te queda
claro? Ponte los zapatos y coge lo que necesites. Te vienes conmigo.»
Me embargó una pasión irreprimible. Le
habría gritado a la cara, pero me faltaba valor. Era capaz de contestarle con dos
o tres palabras, pero veía imposible mirarle a los ojos, protestar ante lo que
dijese, desafiarle. Hice como que reflexionaba, hundiendo mi cabeza sobre el
escritorio. Involuntariamente, cerré mi bloc de notas. ¿Por qué había hecho
eso? Mi mano, antes que mi propio pensamiento, ya sabía que no podía decirle
que no. Iría con él en coche hasta el hospital y cuidaríamos de papá. No había
alternativa. No había lugar para peleas entre hermanos. La seriedad de la
situación había ido en aumento y, ahora, al pensar en el instante en que me había
sugerido que me llevase con su coche y había rechistado, me veía infinitamente
ridículo. Tenía diecinueve años; se suponía que ya sabía qué me correspondía
hacer ante cada imprevisto. ¿O no? ¿Acaso hay unas acciones predeterminadas que
se deban llevar a cabo ante cada acontecimiento que la realidad nos pone
delante? Cuando ya estaba en el coche de mi hermano, en el asiento del
copiloto, dejé de sentir vergüenza por cómo había reaccionado ante su
ofrecimiento. Sí, era un adulto, pero eso no conllevaba que cada una de mis
decisiones tuviese que estar mediada por lo que la gente esperaba de mí. Estaba
solo y era plenamente responsable de lo que hiciera y dejase de hacer.
Mi hermano encendió el coche y puso la
primera marcha para salir del aparcamiento. Al oír el motor, una nueva
advertencia empezó a revolotear por mi cabeza: estábamos yendo en dirección al
hospital sin saber qué le había ocurrido a nuestro padre y no paraba de pensar
en mí mismo. El ronroneo del motor era insoportable. Una vez más, me sonrojé. En
esta ocasión, tenía razón para hacerlo. Como para aliviar mi culpa, haciendo
acopio de todas mis fuerzas, abrí la boca: «Perdona que antes haya dicho que no
quería ir contigo, Josep. Gracias por llevarme en tu coche.» Él no respondió;
estaba concentrado en la maniobra de salida. Hacía tanto tiempo que no le
llamaba por su nombre… De hecho, aún hacía más tiempo que él no me llamaba por
el mío. Cuando estaba hablando con alguien y quería referirse a mí, decía: «ese».
Al discutir con mis padres, gritaba: «El otro es vuestro hijo favorito, ¿no? Ya
se ve, ya…» Era horrible ser el otro. Más allá de que esa palabra sonase
despectiva siempre que la pronunciaba, creaba una distancia entre los demás y
yo. Una distancia infranqueable. Era mi hermano quien me llamaba «el otro»,
pero sabía que no le faltaba razón: él se relacionaba con el resto de la gente
de un modo espontáneo, cómplice; por mi parte, era demasiado tímido como para
que mis relaciones con las demás personas fuesen así.
No volvimos a hablar en todo el
trayecto. Una vez hubo aparcado frente al hospital, salimos del coche y, con
paso acelerado, buscamos la sala de urgencias. Allí nos avisaron de que habían
instalado a nuestro padre en una habitación de la séptima planta. Subimos en
ascensor en el más estrecho silencio. Nos rodeaban pacientes, visitantes de
enfermos, enfermeros, doctores… Cuando llegamos a nuestra planta y la puerta de
metal se abrió, el olor infernal de un desinfectante se me pegó en la nariz, en
la piel, por todas partes.
LA MUERTE DE CASAGEMAS, DE PABLO PICASSO
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