Me levanto a las siete. Esta mañana, no tengo clases. Bien. Desayuno
rápido. Salgo de casa, pese a las prisas, a eso de las diez. Ya no hay el
movimiento irritable de las ocho de la mañana, el movimiento de esos que no
saben si llegarán a tiempo a la oficina. El cielo sigue allí arriba, tan
indiferente. La gente, aquí abajo, también huye de la desnudez con tantas capas
de indiferencia como es capaz de aguantar.
Cojo el autobús para Barcelona a eso de la una y media. En la marquesina,
una chica vestida de blanco y con el cabello largo, muy negro, se me queda
mirando con seriedad; al sentirme observado, mi camiseta se vuelve aún más
ajustada y siento como que empieza a asfixiarme. Subo al autobús y leo. Llego a
la facultad: hay tranquilidad, aunque un acceso está cerrado. Han empapelado la
fachada de la universidad y se oyen pruebas de sonido a través de unos
altavoces lejanos. Se imparte una clase de dos horas y, después, ya no tengo
nada que hacer.
Echo de menos tener un proyecto grande, una novela, algo. Cuando ponemos
los ojos sobre un fin, el camino hacia su realización se vuelve más cómodo que
el simple vivir, respirar, ir tirando. Ahora bien: mi necesidad de orden no me
hace estar tan ciego como para no ver que vivimos días excepcionales; hasta el
primero de octubre, defender los valores democráticos con que fuimos educados
se antepondrá a la normalidad, a la rutina; a partir de ese momento, no sé qué
va a pasar. Al escribir todo esto, sin embargo, soy extremadamente hipócrita
porque hablo de la defensa de unos valores sin mover un solo dedo; me limito a
escribir; gran parte de vida consiste en dejar por escrito lo que no he hecho,
como si todo ese campo de posibilidades inexploradas fuesen pecados que me son
absueltos a medida que los enumero en este diario.
Más tarde, voy al CaixaForum. Luis Antonio de Villena viene a dar una
conferencia sobre los días que Warhol pasó en Madrid. Su libro sobre André Gide
me dejó fuertemente impresionado; no tengo tanto interés por conocer la
biografía de grandes hombres como por conocer la biografía de hombres frágiles
y lúcidos.
La conferencia de Luis Antonio de Villena acaba siendo un milagro
oratorio. Cuando este aparece en la sala, un grupo de trajeados le rodea; sus
ropas formales contrastan con las de Villena, que son de colores claros y
amables; lleva un sombrero con una pluma roja. Sus anillos entrechocan mientras
habla al público y ese tintineo aparece amplificado a través del micrófono que
tiene delante. Se disculpa por irse por las ramas, «porque soy anciano», pero
ese discurrir de un tema a otro, de lo sentencioso a lo anecdótico, es suave y
ameno. Saliendo del CaixaForum, me entran unas ganas terribles de leer algún
libro suyo; quiero seguir oyendo esa voz, quiero que no se detenga. Villena,
para mí, representa la perfecta mezcla entre un intelecto despierto y un físico
delicado y elegante; por más conscientes que seamos del dualismo de la mente y
el cuerpo, conseguir (y mantener) un equilibrio tan harmonioso entre los dos se
presenta como algo difícil, como un reto que puede ocupar toda una vida.
Lo que Gregorio Luri dice hoy en La Vanguardia viene muy a cuento:
«La adolescencia se ha convertido en un nuevo fenómeno cultural y comercial. Y
a menudo la autoestima se confunde con el narcisismo que hoy se considera una
conducta normal, y eso fragiliza mucho. Si te crees que el mundo está para
servirte, vives en un engaño.» Esa idea de la adolescencia tiene tanta fuerza
que me hace preguntarme si sigue teniendo sentido que llame a este diario Diario
de adolescencia. ¿No estaré metido de por vida en lo que actualmente
entendemos por adolescencia? No, claramente no. Habrá un día en que mi visión
sobre el mundo se asiente sobre unas convicciones, un día en que tendré una
fuente de ingresos y unos jefes a los que complacer. Todas esas cosas. Habrá un
día en que quizá no pueda escribir en este diario con la libertad que creo emplear
en este momento.
Me repito constantemente que es necesario ser humilde, pero una de las
cosas que me entristecen sigue siendo que mi vida transcurrirá del mismo modo
en que han transcurrido tantas otras vidas; en el dichoso caso de que acabe
dedicándome a la literatura, mi currículum vitae pasará a ser una amalgama de
los currículums vitae de otros escritores; en el caso de que me dedique a la
docencia, mi vida seguirá el esquema de la vida de otros profesores. Deseo
profundamente deshacerme de todo eso, de desmarcarme; al mismo tiempo, veo la
arrogancia que hay en tal proyecto y me preocupo, porque una de las pocas cosas
a las que he aspirado últimamente es a reconocer, día tras días, lo pequeño que
soy.
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