¿Qué pintaba, anoche, en Razzmatazz? No pintaba nada. He dejado de
reconocer ese sitio como un lugar acogedor —al menos por ahora. Las luces rojas
de sus baños, de su terraza, me hacían pensar en el infierno, el paroxismo, el
estrés. Había demasiada gente: ¿cuándo hay la gente justa en una discoteca?
Normalmente, cuando voy a Razzmatazz, todos estos factores ya están presentes,
pero hoy se me han hecho más vivos que nunca porque estoy convencido de algo:
he salido de fiesta con demasiada frecuencia; he salido de fiesta por falta de
razones por las que levantarme cada mañana. Quisiera recuperar la estabilidad
de hace unos años, cuando creía que mi destino era escribir y que todas las
puertas se me abrirían desde un primer momento para que lo hiciese y viviese de
ello. Las cosas no han resultado ser tan fáciles. Normal: tampoco lo son para
las demás personas.
Vuelvo a Mataró a las seis y media de la mañana con purpurina sobre la
camisa negra. Los pantalones me aprietan porque me los hicieron a medida para
mi graduación. Cuando le he comentado a Abril que esta noche me ha parecido una
mierda, me ha dicho que es una experiencia más; por supuesto que lo es y la
acepto como tal, pero eso no quita que vaya a tener que cambiar en algún
aspecto mis hábitos para no seguir tropezando con la misma piedra.
No sé qué me pasa. Invierto tiempo en los estudios; me apasionan muchas
de las asignaturas que hago y me aplico para aprobar las demás. Salgo de fiesta
cuando me apetece y, dependiendo de la noche, disfruto más o menos. Tengo un
círculo reducido de amigos que son lo suficientemente atentos como para
preguntarme cómo estoy cada dos por tres. ¿Que cómo estoy? Estoy sin avanzar ni
una sola página de la novela. Estoy sintiéndome solo a pesar de que sé que es
lo que tiene la condición humana: empezar y terminar la vida sin ningún
acompañante. Finalmente, temo no estar viviendo cada cosa que me pasa con la
suficiente intensidad; solo soy capaz de depositar mi pasión, mi aliento vital,
sobre páginas como estas.
Ceno a las cinco de la tarde. Me voy a Barcelona. Gente por todas partes.
Las multitudes a favor de un referéndum en Cataluña se han mezclado con las
multitudes que celebran las fiestas de Barcelona o bien se han transformado en
ellas. Este fin de semana ha significado un pequeño reposo; todo lo que está
por llegar la semana viniente en el campo de lo político y lo social es
sorprendente, irrepetible. Si bien llevamos tiempo asistiendo al fracaso de un
gobierno, quizá alcancemos el punto más crítico en este mismo momento.
En el Moll de la Fusta, La Casa Azul toca algunos de sus grandes temas.
Guille Milkyway ha aparecido con un casco; pasan los años y, con muy pocos
elementos, logra mantener la misma estética de siempre. El equipo que le
acompaña hace un trabajo discreto y efectivo. Sobre el escenario, no se nota ni
una pizca de pomposidad. Todo lo que tienen de divinos está en su música.
Reivindican las obras bien hechas; cada vez, quizá, esto es más inusual.
Ceno por segunda vez después del concierto, en un König del Born. Veo el
Piromusical desde la lejanía precavida de Plaça Espanya: las palmeras siguen
siendo la forma pirotécnica que abre más bocas; su efecto es imperecedero.
Regreso a Mataró con el tren de las once. No he leído en todo el día.
Habiéndome levantado a la una, las horas han pasado rápidamente. Es una suerte
que no todos los días mantengan esta velocidad.
Me pongo a leer en el tren y, a los pocos minutos, me doy cuenta de que
estoy yendo en dirección a Terrassa. Bajo en Montcada i Reixac y cambio de
andén: hace frío y a mi alrededor solo hay bloques de pisos con las persianas
bajadas. Cruzo de dedos para que venga un último tren que me lleve de vuelta a
Barcelona. Por favor. Llegaré tardísimo a Mataró. «Todo son experiencias»,
dicen, pero la verdad es que ahora mismo preferiría estar en mi cama.
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