El edificio moderno al lado del edificio antiguo de la
facultad: Edifici Josep Carner y Edifici Històric. El primero, minúsculo
enfrente del segundo, que se extiende por toda la manzana, prácticamente. Ah,
lo moderno, lo actual. Lo moderno ante el peso de lo histórico: qué pequeños
somos delante de todo lo que ha ocurrido. Al mismo tiempo, lo histórico me
parece menos imponente si lo pongo al lado de la eternidad. Un momento: ¿qué es
la eternidad? Otra idea inasible, fallida, errónea, quizá. O, más que errónea,
hipotética. A saber. Espero en el semáforo de delante del edificio, en Plaça
Universitat.
En una de las clases de Filosofía, la profesora pregunta qué
es la filosofía. Bien. Abril es la primera en alzar la voz: divina, como
siempre. Coincido con gran parte de lo que dice y me vienen ganas de exclamar:
«Solo podría añadir una nota a pie de página a lo que ella ha dicho.», pero soy
demasiado tímido como para hablar en voz alta en la primera clase de una
asignatura.
Otro chico dice: «He escogido la carrera de Filosofía porque,
cuando estoy deprimido, me pregunto por el sentido de mi vida. No sé si debería
haber escogido Psicología, más bien.» Hay risas. Una voz, detrás de mí, dice:
«Tal vez debería haber escogido Educación Física.» Me molesta. Sí, un
comentario así me molesta. Lo ha dicho alguien a quien no pongo cara y en un
tono de voz neutro, pero ni admirar a la persona que lo ha pronunciado serviría
para que lo dejase de considerar un comentario estúpido. Uno se esfuerza por
moverse, por desplegarse, y, muchas veces, lo que se encuentra es la reticencia
o el desprecio de los demás.
El respeto hacia los demás puede que sea un fundamento ético
muy válido. No se vale burlarse de alguien, sea enfrente de él o a sus
espaldas. Alguien podría extrañarme: «¿Tampoco a sus espaldas?» No, creo que
no. He conocido a personas muy criticonas, personas descaradamente hipócritas
que primero saludaban a alguien y, cuando este se alejaba, lo descalificaban;
ante estas personas, siempre me he dicho: «Si se ríen de los demás cuando están
conmigo, probablemente se burlen de mí cuando están con los demás.» Un
escalofrío me sobreviene al pensarlo. En fin. Me ha molestado que un
desconocido dijese eso de Educación Física porque la definición de la filosofía
que había hecho el compañero no estaba fuera de lugar y porque usar la
Educación Física como término peyorativo me invita a pensar en una persona
ignorante, una persona que no se muestra receptivo ante las disciplinas
distintas a la suya. Quizá la mejor definición del sabio sea la que dice que es
un hombre con curiosidad, con anhelo de saber; no es lo mismo un sabio que un
erudito; sabio se contrapone a ignorante, simplemente.
No solo soy un chico introvertido: también soy tímido. Las
cámaras no me intimidan, pero, ante un gran público, me entran temblores que no
puedo controlar por más que me convenza de que nadie se me va a comer. «¿De qué
tienes miedo?», me preguntaban los adultos cuando era un crío. No, no tengo
miedo de que nadie se me vaya a comer, pero he conocido a demasiadas personas
que trataban con maldad a quienes se atrevían a pronunciarse como para que
ahora no me asuste hacerlo. Hay temporadas en que siento que la timidez me
supone un mayor obstáculo y temporadas en que la olvido, pero estoy bastante
seguro de que me enfrentaría a los acontecimientos de mi vida con mayor
seguridad si la condición humana, en parte, no consistiese en buscar el
reconocimiento del prójimo.
Por la tarde, voy a dos clases y, entre la una y la otra, me
tomo un descanso en una cafetería. Pido un café con leche y me como un bikini
que llevaba de casa: cada pocos segundos, echo una mirada furtiva a los camareros
para que no me pillen con comida de otro lugar. Este semestre, tengo muchas
horas muertas; muchas horas que, en principio, debería dedicar al estudio. Será
agradable pasar tanto tiempo en Barcelona. Espero acabar viviendo en esta
ciudad. Antes de estudiar aquí, la vida barcelonesa me fascinaba; ahora que
estudio en una universidad de esta capital, sigo encantándome por las sorpresas
que la ciudad me reserva. La primera vez que fui a Barcelona solo, sin mis
padres, corrí a visitar Carrer Tallers, porque algunas personas extravagantes
me habían hablado de esa calle y me la imaginaba como una especie de imperio de
lo glamuroso y lo fantástico; quizá tenía doce años.
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