Hará un año
y medio de que me compré un bonsái. Laura, mi amiga, se compró otro. Al mío lo
llamamos Alexandre y, al suyo, Peret. Una de las últimas veces que nos vimos me
comentó que el suyo se había muerto y lo había tirado a la basura. Hoy me he
dado cuenta de que el mío también se está muriendo. Cada fin de semana lo
riego, lo baño con una regadora hasta que queda vacía. Parecía sano hasta que
he pasado la mano por encima de sus hojas y todas ellas han empezado a caer,
secas, sobre la tierra de la maceta. Solo han quedado cuatro. El tronco parece
afectado por una especie de mordedura. Si lo cojo por el tronco mismo y trato
de tirarlo hacia arriba, las raíces se despegan. Me asusto. Vuelvo a dejarlo
como estaba. Será mejor que acabe de morirse. No sé si tendría solución o no,
pero, al no ser la primera vez que me ocurre, tampoco siento la necesidad de
convertirme en su salvador. Ya dejé morir un bonsái cuando tenía diez u once
años. Creo recordar que ese duró menos.
Prefiero
comprar cosas sin vida, desde luego. Las plantas, los animales, todo lo que es
caducifolio, me sume en la obsesión de siempre sobre el tiempo. Que si pasa tan
rápido que no me puedo creer que ya tenga diecisiete años, que si no estoy
yendo por el camino correcto y es por ese motivo que me siento tan frustrado
algunos días... Por más deprimente que sea lo que piense, sigo haciendo cosas.
No merece la pena parar y descansar. ¿Cuándo volveré a tener la oportunidad de
leer, escribir y conocer, una vez esté muerto?
Siento que
estoy desaprovechando demasiado a las personas que están a mi alrededor. Hasta
hace un tiempo no aprendí a disfrutar de mis familiares, de mi conversación con
ellos. Ahora, hay días en que los miro incluso con admiración, con la misma
admiración que antes dirigía a escritores, artistas e ídolos. Pero ellos
también son caducifolios. Son más caducifolios que la mayoría de objetos que
puedo comprar. Y con ellos pasará lo mismo que con los bonsáis: los seguiré
regando, pero habrá un día que las hojas les empezarán a caer y no podré hacer
nada para evitarlo, porque no sabré qué hacer para evitarlo. «Estudia
Medicina, así podrás curarme cuando esté enferma.», me decía mi abuela. Sí,
bromeaba, pero en ello hay más verdad que en la mayoría de sugerencias que me
han hecho de cara a estudios futuros. Sería la única manera de combatir la
enfermedad, de sentirme menos culpable cuando alguien de mi entorno desaparezca.
Nunca he sentido la muerte de cerca. Tengo diecisiete años y el
fallecimiento más próximo del que he oído hablar era de una prima de mi abuela
que no conocía personalmente. Tampoco me ha picado nunca ninguna abeja y creo
que es por ese motivo que me asustan más de lo que asustarían a alguien que ya
le hubiera picado una. Me produce miedo el día en que vaya a encontrarme con la
muerte. No tengo ni idea de cómo puede ser: ¿la viviré con tanto horror como la
espero?
Calor del infierno. Es imposible hacer nada. Si ya se hace difícil
soportarlo en la cama, estar de pie se vuelve peor. Esta mañana he comido tres
albaricoques. Los he digerido con tan poca gracia que al mediodía ya estaba
retorciéndome en la cama. Me siento incapaz de corregir Belleza tangerina.
La cosa es que, hasta que el texto no esté listo, no podré empezar con la
escritura de otros. Tampoco sé dónde me lleva dedicar tiempo a una obra en que
no confío lo más mínimo.
Escribir con esta temperatura también es duro, pero menos que la
lectura u otras actividades más pasivas. Estoy escribiendo este diario y
sobrevivo, ¿no es así? Eso no significa que espere el invierno con menos ganas
que antes. Fue entonces cuando nació Belleza tangerina, en un impulso de
dos semanas. No queda duda de que es entonces, en invierno y tal vez en otoño,
cuando se escriben las cosas con que me siento más satisfecho. A la vez,
coincide con los momentos en que me veo más inundado de exámenes y trabajos
escolares. Esperemos que, dentro un año, con la universidad, mi manera de
trabajar cambie.
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