Despierto y espero que este último día del año quede en mi
memoria por lo que tendrá de optimismo y serenidad (descarto, ya, la palabra esperanza,
un engaño para bobos), y no por el fatalismo y pesimismo que, de vez en cuando,
viene a aumentar mi tristeza desde que volví al amor, a la amistad ―un poco a
la vida, aunque me niego a decir que la vida consiste exclusivamente en
esas dos cosas.
Sigo sin escribir ni una línea. Paso apuntes a limpio.
Tardo toda la mañana en tener los apuntes preparados. Podría
no haberme distraído en ningún momento y haber acabado antes, pero no soy una
máquina y tiendo a embobarme con cualquier cosa que hay a mi alrededor.
Estoy harto de esta incapacidad autoimpuesta que últimamente
me ha impedido ponerme a escribir. Basta ya. Esta misma tarde reemprenderé la
novela. No hay un estado anímico ideal para escribir. Siempre se vive
distraído, pensando en otros asuntos: la cuestión es forzarme a sentarme
delante del ordenador y empezar a teclear. Es una medida práctica, irracional,
brusca; es como se escribe.
En dos mil quince, calculaba que, si podía mantener el ritmo
de escribir cinco páginas por día, podría morir habiendo creado una obra
ingente. En dos mil dieciséis, me he dado cuenta de que ese proyecto, además de
absurdo, es insostenible, aunque vale la pena probarlo, puesto que el trabajo
del escritor, como cualquier otro trabajo profesional, se compone, en gran
medida, de una predisposición física a crear y de cierta fe ciega en el
resultado que está por llegar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario