Voy en
dirección al autobús. Queda un día para que termine el curso de Periodismo. A
estas horas de la mañana (8 a.m.) ningún coche transita, por lo que puedo
caminar por el medio de la calzada. Disfruto con ello porque así controlo lo
que pasa a izquierda y derecha. Bajo por mi calle, Carrer Sant Isidor. Al girar
por Carrer del Carme, un coche se acerca, así que tengo que apartarme. En
seguida vuelvo al medio y sigo dividiendo la calle en dos trozos, cada uno de
los cuales está delimitado por las paredes de las casas, y, delante de ellas,
una hilera de coches.
Me llaman la
atención las ventanas de esas paredes. Hay una, en concreto, que me hace
sonreír por las cortinas que la decoran. Son de flores, pero no unas flores
discretas, sino de colores fuertes y extremados. Es inevitable que la gente,
cuando pase por esta calle, instintivamente alce la mirada y se ría de ese
pedazo de tela. Me da por pensar que es una buena estrategia, la de poner unas
cortinas llamativas; una gran forma de esconderse detrás de ellas, de
asegurarse que no hay ninguna trasparencia.
Hace dos
semanas, mientras estaba en mi habitación, oí que alguien gritaba mi nombre.
Miré a través de la ventana y encontré a dos amigas que paseaban por la acera
de enfrente. Habían girado las cabezas hacia mi ventana y comentaban algo entre
ellas. Las cortinas de mi habitación, blancas, estaban echadas. No respondí, me
quedé medio paralizado.
Al cabo de
unos días, bromeé con ellas: «Es muy feo espiar a la gente en su intimidad.» En
un principio no me entendieron. Parece ser que, en realidad, no me habían visto
a través de las cortinas, sino que solo habían gritado mi nombre porque sabían
que vivía allí. Eso me alivió. Los días anteriores me había obsesionado con la
idea de que, cada vez que la persiana de mi ventana estuviera levantada,
alguien me estaría mirando. Lo único tranquilizador era el pensamiento de que
nos espían cuando nosotros no nos damos cuenta de que nos están espiando. Por
lo tanto, si yo era consciente de que alguien me estaba espiando, era casi
seguro que nadie lo estaría haciendo.
Unas
cortinas de flores solo se le ocurrirían a un genio. Qué juego del despiste.
Confundiría a todos los escritores y curiosos que, mientras andamos por la
calle, nos fijamos en nuestro alrededor. Siempre que veo alguna puerta o
ventana abierta, levanto la nariz y, sutilmente, miro qué hay dentro. Y, de
paso, también tendría que decir que nunca me resisto (en el metro, autobús,
tren, lo que sea) a escuchar las conversaciones de los desconocidos. Me lo tomo
en serio, pues más de una vez he sacado de esas escuchas el material para mis
relatos y novelas.
Busco
asiento en el autobús. Esta vez intentaré no golpearme la cabeza al sentarme.
Pasó ayer: volvía del curso de Periodismo, había subido al vehículo y, al ir a
sentarme, me di un coscorrón con una barra de metal que había en el techo, una de
esas que sirven para agarrarse cuando el autobús se zarandea. No medí bien las
distancias. Por lo general, esas barras no están en el techo, pero coincidió
con que, en esa parte, había un maletero y, debajo de este, la barra, por lo
que cualquier persona mínimamente alta se habría tenido que agachar para
sentarse sin golpearse.
Pensaba que
había aprendido a reírme de mí mismo. Lo primero que hice al conseguir sentarme
fue hundir la cabeza entre los hombros e imaginarme a los de detrás riéndose de
mí. «Son cuarenta minutos de trayecto. Cuarenta minutos y los olvidarás a
todos.» Luego me di cuenta de que no había nadie.
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