Esta mañana
he empezado un curso de Periodismo. Para llegar al campus de la Universitat
Pompeu Fabra en el que
se dan las clases, he tenido que salir del autobús en la parada de Plaça Tetuán
y, de allí, patearme el resto de la Gran Via en dirección a Plaça Glòries,
torciendo luego por la Diagonal. Como que no es la zona por la que suelo ir,
caminaba con duda. No he despegado los ojos de la pantalla del móvil: iba
guiándome con un mapa con GPS que ha resultado estar más desorientado que yo.
Tenía pocas
cosas en las que pensar. En verano, además, cualquier tipo de reflexión,
incluso la más boba, se vuelve tortuosa. Mi cerebro se convierte en un queso
Camembert que exuda pensamientos vacíos en lugar de imprimir otros ricos. Al
tropezar con una losa mal colocada, me he dicho: joder, esto es un atentado
contra el sentido del ridículo de los viandantes. ¿Qué clase de ayuntamiento
vería que en sus aceras hay baches y no correría a solucionarlo? ¿Toleran este
tipo de situaciones en que los peatones tropezamos y quedamos a poco de
rompernos la crisma? ¿Acaso disfrutan con ellas?
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