Ayer estaba
deseando que llegase el día de hoy, lunes. Ahora, diez y media, solo faltan
noventa minutos para que entre en el colegio. Lo espero con ganas, pero todavía
quiero más que llegue el martes y las cosas cobren un poco de normalidad.
En realidad
no estoy en el autobús, estoy en un callejón sin salida. Miro a mis lados y veo
ventanas. A través de ellas, unos paisajes se deslizan como pergaminos
desenrollándose. Pero yo no me siento en movimiento, no creo que exista una
parada idónea para bajarme. El peaje entre Mataró y Barcelona me da la
oportunidad de respirar: compruebo que no estoy temblando, sino que son las
vibraciones del autobús las que me dan esta sensación de nerviosismo. No acabo
de entender mi propio miedo a ponerme nervioso, y, sin embargo, agradezco este
paso que he hecho el último año de la timidez más temblorosa a la tranquilidad.
Me digo que no hay fieras que quieran comérseme y me convenzo tanto de que es
así que casi me duermo.
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