Se podían apoyar los codos en el balcón del mirador.
Su piedra no era demasiado dura ni irregular; si se hundía la piel
en ella, no quedaba sellada con marcas que recordasen a quemaduras.
El balcón dividía el espacio en que los turistas
tomaban fotos. La vegetación empezaba a crecer e invadir la tierra.
A izquierda y derecha, unas camadas de arbustos que descendían en
frondosidad cuanto más cerca del mirador estaban. Y, en el medio, un
batallón de cañas que se levantaban tanto como sus raíces les
permitían. Algunas de estas tapaban la vista del río Saona, a lo
lejos. Sus líneas verticales se sobreponían a la gruesa horizontal
que arrastraba su agua a lo largo del paisaje.
Entre las plantas y el río quedaba una parte atrapada.
Algunas casas habían sido construidas. Destacaban por sus tejados
anaranjados. También había una imponente edificación que parecía
el reflejo de la de Notre-Dame de Fourvière en el río. Pero por lo
general eran edificios bajos, que se ocultaban detrás de esas
plantas negras y verdes. Las verdaderas protagonistas.
Era una vegetación de pocas hojas y todavía menos
flores. Lo único que se veían eran ramas delgadas que se torcían a
cada centímetro. Salvo en las cañas del centro, no había una sola
línea recta. Quizás era su manera de defenderlo contra los demás.
Pero ¿defensar el qué? Defensar el jugo que burbujeaba dentro de
ellas. Defensar la yema que, en el caso de que las partieran, saldría
de su interior. Defensar eso que tenían y que, quienes las
observaban, no se daban cuenta de que estaba allí. Y se defendían a
ellas mismas. Al ser ramas frágiles tenían que crecer en cantidad.
Así que allí donde debería haber una rama, había tres. Y donde
debía de haber tres, había seis. El terreno que ocupaban se había
vuelto intransitable. No se podía daba un paso al frente sin
rozarlas.
Daba la impresión de que los arbustos colocados en los
lados también tenían que luchar por resistir a las ramas. Algunas
crecían directamente de ellos, pero, en algún punto de su longitud,
se volvían en su contra y, girándose, se encaraban con los mismos
arbustos.
Toda esta lucha era tan lenta como la misma naturaleza.
Pero si se observaba desde una buena altura se veía un tinte rojo
que pintaba las puntas de todas las plantas. Era el rojo de una
sangre que nunca había corrido por dentro de ellas. Pero que
representaba su batalla para conseguir más territorio, arrebatárselo
a las ramas.
El río Saona separaba la parte en la que quedaba la
vegetación y pocas casas del resto de la ciudad. Sus aguas eran tan
apestosas que no se disfrutaría ni navegando por ellas. Los tres
puentes que desde allí se veían y que cruzaban de un lado al otro
dejaban, entre ellos, unos trechos por los que corría el verde. Que
en ocasiones podía parecer azul, sí, pero que el mal tiempo de esa
mañana forzaba a parecer de un río enfermo.
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