Tomaba leche en la terraza de una
cafetería. A su alrededor no había nadie. El resto de las mesas
reflejaban el sol e iluminaban su cara todavía más de lo que lo
haría la luz de agosto.
Afeitado, muy arreglado con la
camisa abotonada. Y, sobre ella, un traje que se le ceñía al
milímetro en las muñecas. Cuando las giraba, la manga se tensaba y
parecía que toda la prenda fuera a deshacerse. Pero no llegaba a ese
punto; por más que alargase el brazo hacia el servilletero y que las
costuras se apretasen, esa ropa debía de estar cosida con los hilos
más resistentes. Sacados del pelo negro de un caballo. El mismo
color que su cabello. El tipo de negro que por las mañanas se
desteñía y se volvía castaño y que por las tardes remarcaba su
territorio con los pelos salientes de la barbilla, el bigote y las
patillas. Pero en ese momento del día su piel aún era fina y
blanda. Sobre todo esto último. Añadido a lo aceitosa que se veía,
en ella crecía algún que otro grano. Nadie le habría echado más
de veinte años.
Saboreaba el vaso con paciencia.
Qué estúpidos, pensaba, los que beben horchata y no leche. Fría y
más barata que la otra, además de suave y... ¿Y quién no prefiere
aquello que ha salido de otro animal al agua de cuando se baña un
tubérculo?
Algunos tragos los daba hasta con
la precisión de los músicos que tocan un instrumento de viento.
Soplaba los desechos de aire que quedaban en sus pulmones e inspiraba
de nuevo. Lentamente, acercaba sus labios hacia el cristal del vaso.
La leche, temblando, era atraída hacia la saliva de su boca. En
menos de un segundo ya estaba dentro, resbalando entre sus dientes.
Lo espeso se quedaba en estos, dándoles un blanco más puro,
mientras que el gusto de la bebida seguía bajando por su cuello.
Cada dos o tres sorbos se detenía y amasaba un poco de baba. La
notaba más sólida que de costumbre, y aprovechaba para refregarla
por su dentadura, como si así fuese a limpiarla. Sonreía al
disfrutar tanto. Pocos se ven con tanta felicidad en Gran Via un
lunes por la mañana.
Un camarero le dejó la cuenta
sobre la mesa. Antes de pagar echó un ojo a su reloj. Tenía que
irse con prisas. Colocó un billete de cinco euros debajo de la
factura y entró en el bar, buscando un lavabo. Cuando finalmente lo
encontró se encerró en él. Pasó medio minuto buscando el
interruptor de la luz. Puso su maletín sobre el mármol de un
lavamanos y entró en la cabina donde había el retrete. Sonó, desde
dentro, cómo echaba el pestillo.
El maletín se relajaba mientras
lo esperaba. Su cuero negro iba perdiendo su forma tan rígida y se
amoldaba a las curvas del mueble. Lentamente fue deslizándose hasta
que cayó al suelo. Como la cremallera estaba abierta, algunas cosas
salieron y se esparcieron por el suelo. Una libreta, bolígrafos
sueltos, pañuelos. También había unos botones dentro de un
plástico, que, por su apariencia, se adivinaba que eran del mismo
maletín. De entre tres libros que corrieron por el suelo había uno
que destacaba. En su portada, sobre un fondo violeta, un hombre se
llevaba una mano a la cara y la enmarcaba con ella. La otra mano la
dejaba sobre una mesa roja. Sostenía unas gafas redondas entre sus
dedos. Se trataba de una pintura de trazo suelto. Aún así, los
tonos se habían conseguido con tanto detalle que se perdonaban al
artista algunos descuidos. Como en las solapas de su chaqueta: más
que un tejido, tenían las ondas de las olas del mar. Y el abrigo
puesto por la espalda. Al ser de un solo color, lo debía de haber
pintado con prisas y andándose sin rodeos. Se notaba una pizca de
titubeo en las pinceladas del contorno.
Pero
por todo lo demás era una obra maravillosa. Y el modelo imponía,
con sus rasgos bruscos, muy masculino. Peludo en las cejas y los
costados de la cabeza, pese a su calvicie. Un anillo —¿de
compromiso? ¿Boda?— brillaba en su izquierda.
El chico descorrió el pestillo y
salió. Al ver su maletín en el suelo, murmuró alguna cosa y se
agachó a recogerlo. Juntó los tres libros. Ese que tanto llamaba la
atención lo puso ante los demás. Al tomar la libreta cayeron
algunos folios de su interior. Apuntes de clase, probablemente. Los
volvió a meter dentro y cerró la cremallera. Se levantó y corrió
hacia la puerta del bar.
Caminaba a paso ágil por la
calle. Aunque le gustaba hacerlo, no tenía tiempo para entretenerse
mirando las caras de con quienes se cruzaba. Fijó sus ojos en el
edificio de la Universitat. Solo los movió unos centímetros para
ver el color de los semáforos con que se topaba. Aún así, no le
importaba si estaban en rojo o verde, él seguía andando. Las botas
que vestía eran tan serias y temibles que todo aquel que pasaba por
delante suyo, al verlas, se apartaba. Y así fue escombrando a su
paso hasta los pasillos de la universidad.
Una vez allí, pareció buscar
alguien con la mirada. Enseguida se volvió a echar a andar con el
ritmo de antes. No se paraba a hablar con nadie, por más que algunas
manos a su alrededor se levantaran para saludarlo.
El número de personas a quienes
tenía que devolver el saludo cada vez era más bajo. Si, en la
entrada, había sonreído a varias personas, ahora solo dedicaba una
mirada a las que se dirigían a él con gestos más exagerados.
¿Habrá el día en que salga de
mi casa y no tenga que saludar a nadie?, se preguntó a sí mismo.
Uno de los inconvenientes de crecer, y ampliar el círculo de
conocidos que uno tiene, es ese. Aún entendería que, si fuesen
amigos, exigiesen algo de mi parte cuando los viese, ¿pero alguien a
quien tan solo me han presentado? ¿Qué clase de deber tengo con él?
Se habla de lo molestos que son los atascos en las entradas y salidas
de las ciudades, pero todavía veo más jodida la vida de quien va a
los sitios andando. De los atascos de coches hay veces en que puedes
escaparte. De los pesados que te montan una encerrona en la calle,
viniendo de cara hacia ti, no hay quien te salve. Y cuántas palabras
se han de usar para solamente preguntarle a alguien qué tal le va
todo. Demasiadas respiraciones empleadas para lo mismo: una
conversación que no va a ningún lado. Sí, sin duda preferiría
conducir y comerme los atascos de dos en dos. Pero no tengo carné.
Y, aunque lo tuviera, los compañeros de la universidad seguirían
estando allí. Presentes.
Desde los dieciocho años,
pensamientos de ese tipo le habían sobrevenido. No tenía ningún
problema para tratar con el mundo. De todos modos, veía en ello algo
fatigoso. La relación que tenía con sus libros y con la música era
más sencilla. Pedían menos de él, mientras que él podía exigir
tanto como quisiera.
Estaba llegando a su aula. Cinco
pasos más y se encontraría dentro. Preparaba su mano para empujar
la puerta cuando notó una mano que le apretaba el hombro. Cerró los
ojos y vocalizó un insulto. A continuación, se giró y vio a uno de
sus compañeros de Literatura Comparada. Le pidió los apuntes de una
de sus últimas clases y nuestro protagonista se negó a dejárselos.
—¿Por qué, Lluís? Sé que
ese día estuviste anotando cosas en tu libreta. Lo vi en una foto
que se habían hecho las tías que se sientan delante tuyo. Sales por
detrás, escondiendo tu cabezón entre sus espaldas.—le dijo el
chico.
Lluís no sabía cómo mostrar su
fastidio. Probó de levantar una ceja y dejar la otra bajada. Pero no
funcionó, era una mueca más de escepticismo que de irritación. Fue
suficiente para que su compañero entendiera que le intentaba decir.
Como que no podía ser nada bueno, susurró un adiós y se apartó.
A Lluís le vino un pensamiento
rápido: Interesante, eso. Todos comprendemos que, cuando algo no
puede decirse a través del lenguaje oral, a la fuerza tiene que ser
malo. No ocurre lo mismo con el escrito. Es ahí donde vemos que,
mediante el mismo código que usamos al hablar, alcanzamos más
verdades.
Finalmente consiguió entrar en
el aula. Estaba vacía. Ninguna mesa ocupada. El culo de todas las
sillas resplandecía por los rayos que entraban a través de una
ventana. Una única ventana para echar la oscuridad de una sala
inmensa. Las bombillas que colgaban del techo, evidentemente,
pasarían más tiempo encendidas que apagadas. Pero no era la
ocasión. Ahora, con los porticones de la ventana cerrados, solo
penetraban las franjas de luz que permitían las rendijas.
Lluís se dirigió hacia la mesa
del profesor. Metió las narices por los cajones que había a un
lado. No había nada excepto en uno, el último, donde guardaban las
tizas y borradores.
Encima
de la mesa, un libro que alguien se habría olvidado. Lluís no lo
advirtió hasta que acabó de inspeccionar las otras partes del
mueble. Lo cogió entre sus manos. Se titulaba Intenciones.
Lo
abrió por una página al azar y leyó: «Una
de las principales causas que se pueden señalar para el carácter
extrañamente común de la mayoría de la literatura de nuestro
tiempo es indudablemente la decadencia de la mentira como un arte,
una ciencia y un placer social. Los historiadores antiguos nos dieron
una ficción deliciosa en la forma de hechos; el novelista moderno se
nos presenta con hechos insulsos bajo el disfraz de la ficción.»
Cómo dañaban esas palabras a nuestro protagonista. ¿Y el autor?
¿Quién era el responsable de esas palabras? Dio la vuelta al libro.
El escritor, Oscar Wilde. Su retrato en la portada se reía de Lluís
y esas cuartillas que llenaba con historias. Y el título, ese
título, Intenciones,
todavía se le hundía más en el alma. ¿Cuál es tu intención al
escribir esto? ¿Y aquello? Recordaba ambas preguntas. No siempre se
formulaban con las mismas palabras pero siempre apuntaban a lo mismo.
La respuesta de Lluís solía ser el silencio. A veces lo acompañaba
con algún monosílabo, pero, en general, no era más que eso.
Era cierto que, desde que había
empezado a escribir, lo había hecho más por un impulso que por un
objetivo al que hubiese decidido llegar a través de la escritura. Lo
que escribía no era un tipo de literatura sin pretensión de llegar
a ningún lado. El objetivo, más bien, venía dado de forma
implícita. Se entendía si se leían sus historias, pero cualquier
intento de resumirlo habría sido en vano. Porque, quizás, el mismo
objetivo de esas historias no era contar algo que se leyera entre
líneas, sino que, más bien, esos escritos eran, en sí mismos,
resúmenes de otras historias. Hechos, vida, experiencia. Todo ello
se mezclaba para dar como resultado eso que Lluís se atrevía a
narrar. Sin embargo, la pregunta seguía siendo la misma:
¿Intenciones? Y la respuesta seguía sin aclararse. Podía hablar
sobre la dificultad de llegar a ella, pero entonces se le criticaría
que divagase. Toda palabra que dijese al respecto iba a ser delicada,
muy pocas acertarían.
Lluís se sentó a la mesa donde
solía estudiar. Sacó los libros que llevaba en su maletín y
desdobló un papel que había guardado dentro de un sobre. En él,
había escrito varias ideas en relación a algún libro. Las releyó
detenidamente. No tenían conexión entre ellas, sino que iban de un
tema a otro. Las había escrito separándolas, como si fuesen
aforismos. Fue punto por punto, pronunciando las más largas.
Le pasó por la mente que no le
serviría de nada darle tantas vueltas. A fin de cuentas, uno de sus
profesores le había recomendado libros sin esperar que de ellos
sacase un trabajo de fin de carrera. Más bien se lo había dicho en
confianza, como colegas comentando algunos escritores aún por
descubrir.
Por el gran respecto que sentía
hacia el profesor Francesc no lo había podido evitar. Había
preparado con todo su empeño ese encuentro. Todo irá sobre la
marcha, se iba repitiendo. Y estaba más nervioso aún que el día en
que, después de clase, se le había acercado para decirle lo mucho
que admiraba la pasión con la que explicaba a Albert Camus. Todo
había sido fluido en esa ocasión. Pero Lluís sabía que no se
repetiría: por un lado, porque se conocía y entendía que si alguna
conversación le había salido sin afectación había sido más por
el azar que porque él fuese alguien natural. Y, por otro lado,
porque los alumnos no tienen ese don de la improvisación. No, por lo
menos él no. Desde siempre había temido que un día se quedase en
blanco charlando con alguien y tuviese que recurrir al guion de
alguna peli de serie B para salvar la situación. Su peor pesadilla,
de hecho, consistía en eso.
Francesc entró en el aula y, sin
mirar a Lluís, fue hacia la mesa del profesor. Encendió el portátil
que llevaba bajo el brazo y lo conectó a un proyector. Mientras se
distraía desenrollando cables y preparando la clase que tenía a la
siguiente hora, Lluís intentó que notase su presencia. Se levantó
de su asiento.
El hombre no era muy mayor. Todos
sus alumnos sabían de su problema de audición, eso sí, y lo
aprovechaban los días de exámenes y para gastarle bromas. Un mechón
gris, pegado al resto de cabellos con gomina, se enfilaba por su
cabeza, en dirección a la nuca. Entre pelo y pelo se veían las
rayas que le había dejado el peine.
—He
leído al autor que me recomendó.—exclamó Lluís. El profesor se
asustó. Levantó la cabeza y le echó una mirada inquisitiva, como
intentando averiguar si había notado su sobresalto.
—¿Y quién es?
—André Gide.
—Recuerdo... ¿Cómo ha ido la
visita a esos círculos?
—¿Qué círculos?
—Pues...
los del vicio, de la tentación, pero también los del
arrepentimiento y la moralidad. »Con
esas palabras hablamos de Gide hoy, y en su tiempo también se hacía.
La diferencia está en que hoy tres cuartas partes de quienes lo leen
lo aplauden. En su tiempo muchos más se llevaban las manos a la
cabeza. Ah, y la cuarta parte que queda de los de hoy, y que no lo
aplauden, es porque no lo ha leído con atención.
—No
sé si debería aplaudirlo. Lo que sé es que he tenido tiempo para
probar de entenderlo, abandonarlo, y regresar a él unas cuantas
veces. Me parecía a mí mismo un idiota, dando pasos hacia adelante
y atrás; cogía su Paludes
de
la estantería y lo volvía a guardar, luego hacía lo mismo con Los
alimentos terrenales.
—No fue alguien tan horrible.
Suficiente tuvo cargando con el peso de una Francia demasiado
conservadora para sus impulsos y demasiado libertina para su
elegancia. Fíjate en quiénes de nuestros compañeros lo critican.
Nadie. Muchos de los que en su momento se ven atacados, en el futuro,
se los recuerda por virtudes. Con Gide, pensamos en su honestidad.
Escribía con una libertad que nunca se nos habría ocurrido atribuir
a alguien como él, venido de una familia protestante. Gide, sus
contradicciones; Gide moral, Gide inmoral. El primero de los dos
aparece y existe en soledad hasta que un Gide de algo más de veinte
años descubre unos placeres que habían estado ocultos para él.
—Es ahí donde más me duele
que escribiera. Entiendo la franqueza de un artista menos cuando
escribe sobre sus propios pecados. ¿Cómo puede ser que un hombre
quiera que los demás comprendan eso por lo que merece ser castigado?
No hubo tiempo para que la
pregunta fuese contestada. Francesc puso las manos sobre la mesa de
su alumno y las examinó. Les dio la vuelta y vio cómo le empezaban
a temblar sin que pudiese evitarlo. Emblanqueció. Lluís le preguntó
si se encontraba bien. Dejó de tratarle de usted, pues el miedo
olvida ese tipo de formalismos. Necesitó desabrocharse el cuello de
su camisa para seguir respirando. Cada vez lo hacía con mayor
esfuerzo; se entrecortaban sus inspiraciones, como si no cupiese ni
un sorbo más de aire en sus pulmones.
Apoyó un codo en la mesa de
Lluís y fue entonces cuando este se dio cuenta de que no era un
simple mareo. Se levantó y le ayudó a incorporarse, cogiéndolo por
los brazos. Francesc trataba de desasirse de las manos de su alumno,
sin lograr articular su ruego.
En pocos minutos el aula
empezaría a llenarse de estudiantes, así que Lluís le obligó a
salir. Irían hasta los jardines y, una vez allí, llamarían a una
ambulancia si su aspecto había empeorado.
La mirada del profesor ya iba
perdiendo peso. Y eso se notaba en lo poco que aguantaban sus
párpados sin cerrarse. Además del blanco que iba mezclándose con
el azul del iris. Sus ojos eran una radiografía constante de lo que
le pasaba por dentro, pero Lluís tenía dificultades para
interpretar algunos de esos cambios. Le parecía que le pedía un
vaso de agua, pero no estaba seguro de si era eso o bien que no podía
dejar de mover el brazo.
Cogió a Francesc por la nuca y
la cintura y lo arrastró hasta la puerta. Una vez allí la abrió de
un solo golpe y salió con él. El pasillo estaba completamente
despejado. Las demás clases ya debían de haber empezado. La que
impartía el profesor de Lluís siempre empezaba unos minutos más
tarde. Igualmente, no habría oportunidad de darla aquel día.
Las pertenencias de Francesc se
habían quedado en la sala, así que sus alumnos ya sospecharían
alguna cosa cuando lo vieran. Poco importaba ahora que su vitalidad
lo había abandonado. Su cuerpo, sobre la piedra de un banco, parecía
sin vida. Lluís todavía no entendía cómo había conseguido
trasladarlo hasta los jardines de la universidad, pero, fuese como
fuese, tenía que avisar a alguien.
Sintió que enrojecía de
vergüenza. Se veía incapaz de llevar a cabo ninguna acción. Apenas
tenía el valor de sacar su móvil del bolsillo y marcar algún
número parecido al de emergencias. Esperó a que le contestaran
mirando fijamente al profesor. Tenía la esperanza de que en
cualquier momento fuera a levantarse y confesarse como el bromista
más descarado de la universidad. Pese a su edad y su seriedad
habitual.
Cuando hubo comunicado a un
operador qué había ocurrido y dónde se encontraba, se escabulló
de la escena. Fue a esconderse en otro lado del jardín, para no
tener que soportar sus balbuceos por mucho más tiempo.
Seguía observando su cuerpo a
través de las palmeras y arbustos del lugar. Francesc había
detenido su desmejoramiento, y, para sorpresa de Lluís, se había
quedado congelado: un nuevo tono de piel, el mismo blanco que el ajo,
que no era tan brusco como el azulado de los muertos. Había
recuperado su aplomo. Volvía a tener los hombros tan tensos como de
costumbre. Lluís se imaginaba que en breve recuperaría su ritmo de
respiración y todo habría quedado en un susto.
Pero la ambulancia llegó, y,
para entonces, no se habían visto nuevos avances. Así que se lo
llevaron con ellos. Lluís permaneció en el jardín. El resto de la
mañana lo pasó allí. No merecía la pena ir a más clases. De
haberlo hecho no se habría concentrado. Todos sus pensamientos iban
hacia ese profesor que, por poco, dejaba de vivir. Se sentía en
deuda con él; quizás porque le daba un sentido especial a que
hubiera ido a sufrir ese percance en su compañía.
El mejor homenaje que podía
rendirle tenía nombre y apellidos. Sacó uno de los libros de Gide
de su maletín. Lo hojeó como quien pasa las páginas de una
revista.
No pudo encontrar ninguna frase
que defendiera esos valores de los cuales habían estado hablando. La
vida de quien se dedica a eso, a espigar en busca de la frase
perfecta que defina a alguien, es dura, ¿y en qué consiste el
trabajo de un estudiante como Lluís? En nada más que eso. Leer y
sacar las ideas del papel. Estudiarlas, e intentar llegar al fondo.
Llamaba profundas a esas obras
que no solo se le habían hecho duras de leer, sino que también le
habían obsesionado por largo tiempo. Aunque no se lo hubiera dicho
directamente a su profesor, Gide estaba en ese grupo de autores que
no leía sin inquietud. Más allá de los pecados de los que parecía
enorgullecerse, Lluís quedaba fascinado por su búsqueda del perdón
a través de las palabras. Si se confesaba era porque había mucho de
castigo en ello.
Salió de la universidad y
regresó al bar en el que antes había desayunado. Esta vez pidió
una taza de café. Le sirvieron humeante. Las mesas del alrededor
seguían vacías, pero, mientras que antes no había motivo para
ello, que ahora fuesen las 2 p.m. lo explicaba.
Sacó un paquete de cigarrillos
de su maletín y lo abrió. Con dos uñas, arrancó uno del montón y
dejó que se rompiera por la punta. Algunos hilos de color marrón
quedaron colgando. Con un mechero, los encendió. Rápidamente se
consumieron. Las brasas treparon hasta el tabaco y quemaron toda la
punta. En cuando Lluís vio que el humo empezaba a ascender, se llevó
el pitillo a la boca.
Una cara ovalada se interpuso
entre él y su mano cuando iba a dar una segunda calada. Era una de
sus compañeras, que le había visto de lejos. Le preguntó si podía
sentarse o esperaba a alguien. Lluís estuvo tentado de decir que
esperaba abrir su libro, pero no le convenía ganarse mala
reputación.
Pidió un segundo café que
hiciera compañía al té de la chica, que se llamaba Aina. Rieron un
rato recordando las clases que compartían el curso pasado, y
maldijeron que, en el actual, hubiesen elegido unas asignaturas en
las que no coincidían.
Lluís sabía que Francesc le
daba alguna que otra clase. Vio adecuado comentarle lo que había
ocurrido. No sabía si, por delicadeza, tendría que andarse con
demasiados rodeos o si lo que pasase con ese profesor le daba igual.
Para averiguarlo, aventuró:
—¿Qué opinión tienes de
Francesc, el profesor de Literatura Francesa?
Cruzó los dedos de una mano y
respondió:
—Me han dicho que esta mañana
lo han visto salir en ambulancia de la universidad. Si no se recupera
en un tiempo, tendrá que venir un sustituto, y así tendré más
fácil ganarme mi nota.
Todo fue bastante claro. A menudo
faltaba a las clases de Francesc. Tal y como ahora recordaba, las
vibraciones entre los dos nunca habían sido demasiado buenas. Lo que
marcaba la diferencia entre que Aina aborreciese a Francesc y que
Francesc aborreciese a Aina era que la chica tenía las de perder. A
partir de ese momento, Lluís empezó a escuchar con algo más de
molestia lo que su compañera tuviera que decirle.
—¿André
Gide? Ah, sí, nos lo recomendó a toda la clase en una de sus
últimas lecciones. Al parecer, estaba preparando la traducción de
una de sus obras. Querría hacer promoción, supongo.—le contó
Aina. Le sentó mal que fuera así. Pensaba que, si le había
recomendado al francés, era porque había intuído unos gustos que
los acercaban. No me dejaré afectar por eso, pensó. Si no ha sido
Francesc conscientemente quien me ha acercado a Gide, debe haber sido
el destino, o la suerte del azar, lo que lo ha puesto en mi camino.
Trató de convencerse entre sorbo y sorbo de café.
Al mirar hacia el fondo de la
calle, veía unas sombras acercándose y otras que se alejaban a paso
rápido. Todos con unas prisas con las que él ya no contaba. Sonrió,
y la estudiante quiso saber por qué. Mirando hacia la portada del
hombre calvo, era obvio. Prefería callar antes que tener que
responder con una mentira.
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