La plaza que hay delante de la filmoteca es un campo de batalla. Una zona vacía, por la que no suele pasar nadie. Como si, al pisar esas losas, uno fuera a hundirse y quedarse atrapado en el subsuelo de Barcelona. Se la mire a la hora que se la mire, la plaza de enfrente de la filmoteca parece marginada por las miradas de la gente. Se empeñan en ignorarla. Al recorrer el Carrer de Sant Pau, construido a la izquierda del lugar en dirección a Las Ramblas, los transeúntes se arriman al lado derecho. Es decir, que evitan las fuerzas de atracción que les empujarían a cruzar ese territorio de nadie.
Unos postes negros, escampados a lo largo de una recta, marcan la
separación entre la plaza y el Carrer. Los negros y turistas que
quedan en el lado correcto de la ciudad, el de la calle, parecen
colgados en las paredes de los edificios. Incapaces de despegarse de
esas pinturas, porticones, puertas. Más de uno se esconde en los
portales abiertos y espera a que alguien llegue. Sin embargo, nunca
se ha visto a nadie entrando en esos bloques de pisos. Sus balcones
están abiertos, las persianas, corridas. Pero no. De eso se
deduciría que, quienes viven allí, son hombres y mujeres que se
conocen tan bien cada centímetro de sus casas porque nunca han
salido de ellas. Alguna sombra se pasea por las ventanas de estos
edificios. Pocas veces se ha visto un atisbo de vida humana en esas
ventanas, pero eso no significa nada. Emili, quien, pese a que vivía
en otro distrito, pasaba la mayor parte de su tiempo en la filmoteca,
aseguraba que, unas semanas atrás, había sorprendido una mano sobre
una de esas ventanas, sosteniendo un cigarrillo. Hablaba de una mano
con pecas diluidas; que son esas que, aunque parezcan pequeñas, con
el paso de los años aumentan su tamaño y acaban ocupando más piel
que la que ocuparía el tono de piel natural. Si, además de esas
pecas, unas manos tienen arrugas, se puede estar seguro de que
pertenecen a un viejo. Y así era. Emili no lo llegó a confirmar, ya
que el cuerpo que seguía a esas manos no salió por la ventana. Pero
que, además, temblaran, del mismo modo que lo hacen las raíces de
los árboles centenarios antes de que se derrumben, le dejó sin
dudas.
Emili hablaba sobre eso al amigo que le había acompañado, Víctor.
Este, todavía no entendía por qué se había dejado arrastrar a la
filmoteca, cuando su interés en el cine era mínimo. Contaba que más
de una vez le había tentado la idea de hacer cine: comprar una
cámara, contratar unos amateurs y probar suerte con un guion. Ese
guion lo podría sacar de sus propios textos; escribía, tanto verso
como prosa... Más de lo segundo, eso sí, ya que, dedicándose solo
a la poesía, pensaba que no se podría permitir los almuerzos de los
que disfrutaba cada domingo.
Estábamos en uno de esos domingos, por lo que Víctor había acudido
a la sesión con el estómago a reventar. Después de comer con una
pareja que había tenido cuando era joven, se había encontrado con
Emili. A él tampoco le veía desde hacía mucho tiempo. Y su amistad
se remontaba más allá de la juventud. Para ser concreto, tendria
que decir que Emili y Víctor se habían conocido en parvularios.
Habían crecido juntos, pero sin el ridículo de ser indivisibles.
Emili, al tener un padre que viajaba con frecuencia, se había visto
obligado a mudarse con frecuencia. Siempre acababan volviendo a esa
ciudad, y, entonces, lo enviaba de nuevo al mismo colegio. Por lo que
la vida escolar de Emili había sido del todo intermitente. Un año
estaba, y al siguiente faltaba. Al que venía después de estos dos
años, su regreso alegraba a todos sus compañeros.
El destino había recompensado la inestabilidad de su amistad con una
afinidad en gustos. Si Víctor empezaba a amar el teatro, en poco
tiempo se enteraría de que Emili lo amaba desde hacía más tiempo
aún. Y si Emili leía un libro y lo comentaba con Víctor, se
asombraría al descubrir que este hasta se sabía pasajes de memoria.
Ese apoyo que el uno daba el otro fue lo que hizo que no perdieran la
confianza en sus pasiones. Emili fue a una academia de teatro pocos
años más tarde.
Por su lado, Víctor no fue tan precoz. Sus éxitos tardaron más en
llegar. Tampoco podía esperarse que un futuro escritor, siendo
adolescente o niño, tuviera grandes cosas que decir. A los veinte
publicó por primera vez.
Coincidieron, pasada la treintena, en la fiesta que daba un
cultureta. Se reconocieron por la travesura con la que se miraban
entre ellos. Su piel había mudado, su cabello había caído (en el
caso de Víctor, menos por los lados, estaba calvo), habían cambiado
su estilo... Pero lo inconfundible que había en los dos, eso que no
se atreverían a describir con palabras, hizo que corrieran a
saludarse.
Desde ese día habían recuperado la complicidad. Las ganas de verse
también. Casi todos los fines de semana tramaban alguna cosa para
hacer juntos. En el caso de Emilio solía tenerlo más complicado, ya
que el teatro pedía más de él de lo que uno se imaginaría. En
cuanto a Víctor, sus horarios eran tan flexibles que, si hubiera
querido, podría haber dormido durante una semana seguida, y ningún
compromiso lo habría reclamado.
Como decía, la idea de hacer una película no dejaba de ser
atractiva para Víctor. Pero no veía el talento que había en
dirigir un grupo de actores. Pensaba que, mientras en el resto de las
artes siempre había sido imprescindible un elemento natural, con el
que se nace, el cine era libre, en ese sentido. Quizás demasiado
libre para su estrechez de miras. Cuando explicaba esta teoría a
Emili, su amigo bajaba los ojos al suelo para no tener que echarle
una mirada de recelo. ¿Pero qué 'elemento natural?, se decía
Emili. Si el único talento con el que se nace es la pulsión
artística. Todo el resto, viene porque uno quiere que venga. Un
músico no nace siendo un gran músico, sino que nace siendo un
individuo cualquiera. O, vaya, quizás sería arriesgado decir
alguien cualquiera. Lo cierto es que, sin que uno se eduque a sí
mismo, o que detrás hayan unos padres que le hayan educado por ese
camino, nadie aprende a componer, pintar, bailar. Hay más de
constancia que de nato, pero Víctor se negaba a verlo.
Fuera como fuera, los dos sabían que podían estar tranquilos. Los
diarios habían publicado las suficientes reseñas sobre las obras
del uno y del otro como para que se convencieran de que ellos sí,
ellos tenían tanto el talento como el esfuerzo.
—En
resumidas cuentas, hablamos de probabilidad.—decía Emili, abriendo
la puerta de la filmoteca y dejando salir a Víctor primero.—Si uno
tiene grandes ideas pero trabaja poco en ellas, duda de que vaya a
triunfar algún día. En cambio, aquel que se toma con mayor seriedad
su arte, aunque sus ideas sean más mediocres, tiene ciertas
garantías. Solo las personas con mala suerte quedan fuera de esta
norma.
—¿Te imaginas que nosotros
fuéramos de los que se quedan fuera de la norma?
—Busca tu currículum y léelo
de arriba abajo. Subraya tus méritos y eso que te hayan reconocido,
desde premios hasta certificados académicos. Esa es la garantía de
la que te hablaba. Y esa garantía también consiste en quedarse sin
trabajo, hacer unas cuantas llamadas y conseguir uno nuevo. Ser
deseado por muchas cadenas y periódicos, en tu caso... no sé.
Tampoco hay unos síntomas de que uno esté siguiendo el camino que
debería seguir.
Emili
acabó de salir. La puerta de la filmoteca se cerró a sus espaldas.
Por lo fuerte que sonó, parecía que el edificio hubiese quedado
sellado y no fuese a abrirse más. Había gente que corría por su
interior. Como que la puerta y las paredes eran de cristal, veían el
interior como si aún estuvieran en él. Caminaron hacia su derecha.
Llegaron a un tramo de la pared en la que el cristal se teñía de
rosa, y el color, por efecto del sol, se reflejaba sobre sus
chaquetas. Rosa sobre el mostaza de la de Emili. Rosa sobre la piel
marrón de la de Víctor. Los pocos centímetros que separaban el uno
del otro no existían a la altura de sus codos, que se rozaban. Pero
no lo notaban, ya que, por lo anchas que eran, solo las telas
entraban en contacto. De lejos, se habría visto como si se
estuvieran cogiendo de la mano. Mostaza y piel marrón. Cien por
cien ante de cabra —la de Víctor— versus cien por cien
poliéster. Un 'Fabricado en Índia' que saludaba al 'Made
in Thailand'
sin choques culturales ni barreras idiomáticas. Solo dos prendas
mezcladas con el rojo o rosa de las camelias.
Dejaron de hablar y pasaron dos
minutos en silencio. Ni el uno ni el otro sabían qué hacer. Por el
bochorno de un mediodía de primavera, tal vez. Ni se interesaban por
lo que quisiera hacer el otro. Emili, al no tener nada más en lo que
pensar, ensayaba los diálogos de una obra que andaba preparando.
Evitaba gesticulizar. La vocalización, involuntaria. Pero no
importaba, solo tenía que ladear la cabeza para que Víctor no lo
viera. Mientras tanto, este, trataba de refrescar su memoria. No
recordaba ningún café que quedara cerca de allí. Pensaba en
proponer a Emili que salieran de esa zona y fueran a una de más
animada, con más lugares donde poder tomar algo. Por otro lado,
conocía a su amigo, sabía lo mucho que le gustaba ese territorio
neutro entre la oscuridad del Raval y el tránsito de Les Rambles. No
quería arruinarle la tarde. ¿Por qué no buscar algún antro? La
alternativa sería comprar unos aperitivos en un pakistaní. Tampoco
es un mal plan, se dijo.
Cuando llegaron al punto en el
que los postes separaban la plaza del Carrer de Sant Pau, Emili
mismo, por inclinación natural, tiró hacia Las Ramblas. A Víctor
le consoló no tener que seguir pensando; su amigo andaba tan
resuelto que ya debía haber tramado algún lugar al que ir.
Pasaron por delante de una
asociación de fumadores de marihuana y de una peluquería sucia. Los
dos dirigían la mirada a los mismos sitios, a los mismos detalles.
Aunque ellos no se daban cuenta, había algo de detectivesco en su
búsqueda del café en esas calles. Otros, habrían preferido echarse
a correr hacia Plaza Cataluña y ser saqueados en el Zurich. Pero
Víctor y Emili, sin siquiera comentarlo entre ellos, se habían
encabezado en encontrar un foco de luz allí.
Alcanzaron el final de la calle
antes de lo previsto. Sin éxito. ¿Qué les quedaba, entonces?
Bueno, podían probar con algún café del Portal de l'Àngel.
Tampoco estaría mal, ¿no? El paisaje, demasiado sacudido por los
turistas era menos romántico pero podían buscar algún interior en
la penumbra. Les serviría igualmente. Si la cuestión era encontrar
una sala de olores fuertes y poca iluminación, en el mismo centro
las encontrarían para dar y regalar.
Pasó la primera media hora. No
habían logrado decidirse. Tenían uno de esos días en los que,
creyéndose inconformistas, lo que eran en realidad era
quisquillosos, y buscaban un sitio ideal. Un sitio que no existía,
desde luego. Hasta que no se dieron cuenta de esto no tomaron
medidas:
—Entremos en el próximo café
que veamos. Sea como sea, da lo mismo. Solo quiero beber un poco.
Esperar más sería una tortura, y sé que para ti también.
Víctor asintió. La cafetería
que les quedaba más cerca era una que, por no tener, no tenía ni
nombre. Una lámina fluorescente colgaba sobre la entrada. En una
pizarra portátil, se había apuntado el precio del café solo, del
que es con leche, del cortado, del cappuccino... No había nada de
destacable. Víctor se empeñó en dudar de que esta fuera la mejor
cafetería que hubiera por esa parte de la ciudad. Emili, viéndose
dentro de un agujero negro, pasó un brazo por la espalda de su amigo
y lo forzó a entrar.
Se sentaron en la primera mesa
que vieron. La que estaba al lado del exterior. Aún así, ni una
pulgada de luz se colaba por la pared de cristal opaco. Una bombilla
pelada, levitando sobre ellos. Parecía bastante nueva. Aunque, por
más nueva que fuera, una bombilla pelada nunca da buena espina.
El único camarero que había
salió de detrás de la barra y fue hacia ellos. Se apuntó en un
bloc que Víctor quería tomar un té negro y un café solo. Emili,
en cambio, solo quería un café solo. Preguntó si sería posible
acompañarlo con un plato de requesón con miel. El camarero asintió,
con fatiguez. Debía ser el único encargado de la cafetería que
estaba trabajando en ese momento. Por lo que lo tendría que
prepararlo él mismo.
En dos minutos lo tuvo todo
listo. Les llevó en una bandeja los cafés, el té y un platillo
blanco con un taco de requesón y miel al lado. Nada más apetitoso a
esas horas.
A Emili se le hizo la boca agua
con tan solo verlo. Había previsto beber antes el café. Sin
embargo, no pudo resistirse a probar ya el requesón. Echó azúcar
en la taza y la removió con una cucharilla. Con la misma, partió el
requesón en dos mitades y de estas mitades sacó otras tantas
mitades. Luego, cortó una de las esquinas de los cuadrados en los
que había quedado y se lo llevó a los labios. Dejó que la espuma
densa bailara en ellos. Se mezcló con el blanco de sus comisuras.
Cuánto disfrutó de ese bocado.
Y el segundo también le satisfizo. Aunque, de entonces en adelante,
no hubo una cucharada que fuese tan especial como la primera.
Llevaba la mitad comida cuando se
cansó del sabor. Lo tuvo que acompañar con un trago. Y así se dio
cuenta de que tendría que esperar mucho tiempo sin comer requesón
para volver a disfrutarlo como lo había hecho.
Una vez hubo terminado, cerró
los ojos e hizo como si se apartara del mundo. Trató de olvidar el
lugar en el que estaba y lo que hacía, y pasó a recordar algunas
escenas de la película que habían visto en la filmoteca. Frunció
el ceño. Respiró hondo y habló.
—Hay algo que me ha dejado
realmente preocupado de la película que hemos visto hoy.
Víctor dejó de soplar su café.
Le dijo:
—¿Y bien?
—Esa
idea, sí, la del flautista de Hamelín. Sacar un cuento de su
contexto original y manejarlo para que quepa en otro... Yo ya había
pensado en todo eso. Me explico... Antes de que fuéramos a ver esa
película, mucho antes de que supiera de qué trataba... Yo ya me
había imaginado una película que mezclara esa fábula con el lado
más miserable de la Edad Media. Con la peste negra, una ciudad
aterrorizada, unos curas corruptos... Desde que leí la sinopsis en
la página de la filmoteca, ya husmeaba que había algo jodido en
todo eso. Y es que, ahora, por más que haga treinta años de que la
película fue filmada, me siento estafado. Como si Jacques Demy se
hubiera colado en mis pensamientos cuando... cuando ni siquiera era
nadie. Todavía faltaban ocho años para que naciera, al rodarse El
flautista.
—Eso suena terrible. No sé
qué decirte, Emili... Como que siempre he intentado escribir
librándome de mis propias influencias, nunca me he tropezado con ese
problema.
—No te hablo de que haya sido
influido por el mierda Demy. Hace dos meses no tenía ni idea de
quien era el mierda Demy. Hasta que la filmoteca no decidió
dedicarle una retrospectiva, yo no tenía por qué conocerlo.—Su
tono de voz había subido drásticamente. Pero, para lo que sigue,
prefirió susurrar.—Estoy hablando de coincidencias que me han
fastidiado los planes, no copias.
—Podrías hacerlo pasar por un
homenaje. Podría ser un buen apaño, ¿no? Y el público ni se
enteraría si desde el principio aseguras que la película es eso
mismo, un homenaje.
—¿Por qué querría hacerle
un homenaje a ese francés? ¿Él lo haría por mí?—Y, de nuevo,
gritaba. El camarero se había girado hacia él. Dudaba entre ir a
advertirle que debía bajar la voz o bien esconderse en la cocina de
la cafetería. Al final, optó por la segunda opción. Emili y Víctor
se quedaron solos en una sala más oscura de la que se habían
encontrado al entrar.
Sus tazas de café ya no
humeaban. Reunieron ambas en el mismo platillo y Víctor las acercó
a la barra. Puso un billete de cinco euros debajo. Al tocar la
madera, sonó como las hojas de otoño.
Antes de regresar a la mesa,
pensó en dar una respuesta que pudiera servir a su amigo. No muchas
veces tenía la oportunidad de aportar una solución. La verdad era
que, en cuanto a temas para los que uno suele necesitar consejos
ajenos, él era el último al que se recurría. Pero tampoco es que
tuviera fama de dar malos consejos. Más bien era que todos habían
comprendido que a Víctor, los problemas de los demás, le
resbalaban. Llevaba tiempo ingeniándoselas para borrar esa mala
imagen. No había tenido éxito, claro. Podríamos decir que había
sido porque las condiciones no eran las ideales. Ahora, que Emili le
comentara aquello se le antojaba como una oportunidad llegada desde
el cielo. Podría reafirmarme en lo que ya le he dicho, pensó. Tan
solo tengo que repetirle que si lo hiciera como un homenaje no tan
solo acabaría con el problema, sino que eso le daría prestigio de,
además de buen director, cinéfilo. Ese era el camino fácil, y
nunca le habían llamado la atención los atajos. Era de esos hombres
que preferirían pasar por un bosque frondoso y feo a pasar por un
prado solamente para demostrarse su propia valentía. Así que le dio
la vuelta al planteamiento. Se volvió a sentar y se encaró con su
amigo.
—¿Por qué no olvidas esa
idea de hacer cine? Hasta ahora, actuando, no te ha ido precisamente
mal. Tal vez esa debería ser tu elección. No todos los actores dan
el paso a la dirección. Algunos no se ven capaces. Para otros, como
tú, las adversidades surgen demasiado rápido como para querer ir
contra ellas.
—¿Qué estupideces dices?
Desde un primer momento tenía claro que lo que yo quería hacer era
dedicarme a ser director de cine. Si había tirado por esa vía había
sido porque tenía poco poder de convicción. Tú dirás, con diez,
once, doce años nadie tiene poder de convicción.
—En el cine el trabajo en
equipo debe ser indispensable, desgraciadamente. Ah, bendita
literatura, que nunca me has traído conflictos por eso mismo. No
sabes la paz con la que vivo.
—Es exactamente eso... Con el
tiempo me siento más preparado. Ya estoy dispuesto en cuerpo y alma.
Solo necesito que me den los instrumentos y yo haré los transportes
de ideas.
—Hasta ahora no te ha
funcionado demasiado bien como traficante de ideas. Con escuchar lo
que me decías hace un minuto es suficiente para darse cuenta. No
entiendo qué es lo que ves de horrible en seguir siendo un actor. Lo
has sido durante toda tu vida, ¿crees que vas a sentirse más
incómodo a partir de ahora? A lo que no estás acostumbrado es a
llevar el timón. Por más creador que creas que eres, céntrate en
lo tuyo. El cine necesita quien lo dirija, pero también necesita
títeres.
Emili estuvo a muy poco de
levantarse e irse. Sin despedirse, ni dedicarle una última mirada a
su amigo.
De las botellas de vino que
observaban a Emili y Víctor desde el mostrador de detrás de la
barra, una que llamó la atención del escritor. No pensaba
reflexionar mucho más sobre el asunto de su amigo. Se levantó y fue
a echarle una hojeada. Hincó los codos en la barra e hizo un poco de
ruido con los pies. Pretendía que al oírle el camarero saliese de
la cocina. Ni siquiera se sintieron unos pasos que se dirigieran
hacia allí. Víctor puso la palma de una mano sobre la madera y
tamborileó con las uñas. Esta vez, surtió efecto. El camarero
regresó a su barricada de caoba.
—Quisiera una copa de
ese.—Víctor señaló uno de los vinos que más polvo tenían
encima. La etiqueta que lo recubría estaba a punto de despegarse por
las esquinas. El camarero lo sostuvo con una mano y miró a Víctor,
incrédulo. Con esos ojos lo revelaba todo. Incluso eran unos ojos
de: ¿Cómo puedes pedirme un vino que hasta me da asco tener
guardado?
Obecedió. Simplemente, lo
sirvió. No moderó su pulso lo suficiente y echó más de la cuenta.
Emili tuvo que sorber el borde antes de volver a su mesa con la copa
en la mano.
Tuvo la suerte de que el cristal
estaba manchado de cal, así que fue a reclamar al camarero y, como
compensación, le sirvió dos nuevas copas. Emili ni siquiera ofreció
la que tenía de más a su amigo.
—Puestos a decir, también
podrías volver a estudiar.—Emili pareció iluminado por ese
comentario. Pero la decepción que le siguió fue demasiado rápida
como para que Víctor viera cómo había reaccionado a su propuesta.
—Aprender la teoría del cine,
ver películas en clase y discutir a continuación, liar un porro el
minuto antes de salir... Sabes que tengo tu edad, ¿tú comenzarías
tus estudios, si pudieras?
—Somos la generación de los
que no llegaron a las aulas más prestigiosas pero sacaron adelante
su formación. Es curioso, ¿no? Ninguno de los dos pisó una
universidad hasta que fueron sus profesores los que nos invitaron
para dar ejemplo a sus alumnos.
—Nuestra generación estudió,
no vale la pena que nos engañemos. Fuimos nosotros los que tomamos
la alternativa, que era no dar un palo al agua hasta que alguien vino
a rescatarnos.
—¿A eso llamas 'la
alternativa?
Emili hundió el mentón en las
profundidades de su cuello largo. Arrastró las mangas de su jersey
largo hasta cerrar completamente los puños con ellas atrapadas.
Fingió tener dos muñones e hizo que le chasquearan los huesos del
cuello. Esperó bastante rato antes de responder a Víctor. Había
seguido metiendo la cabeza por el jersey. De lo que dijo, poco se
comprendió. Tanto podía ser un monosílabo que había estirado
mucho, como una respuesta más detallada. A Víctor le intrigó
cuáles habrían sido las palabras que se habían perdido entre los
cruces de la lana que vestía su amigo.
Fuera, había ido oscureciendo.
Aunque esos días la negrura tardaba en llegar, que el cielo llevara
estando gris todo el día contribuyó a que anocheciera antes de lo
normal. La luz que al principio entraba por la puerta se había
invertido. Ahora era la luz artificial del café que salía hacia la
calle y dibujaba un rectángulo amarillo en la acera de delante.
Otras noches, la tristeza de
Emili había sido mucho más intensa. Lo que tenía la que se
avecinaba de especial era que no venía por sorpresa. El actor estaba
advertido de que los fantasmas de una idea que ya nunca grabaría se
le aparecerían. En cuando se imaginaba a sí mismo en su cuarto,
tratando de dormir, no podía separar el espectro con el que había
caracterizado su crisis de la escena. Le había puesto la piel pálida
y los labios carnosos. En su mente se le aparecía con tanta libertad
que, si quería, podía modificar sus características. Probó de
imaginarse con las sábanas subidas a la altura de la frente y el
monstruo sobrevolando su cama. Un escalofrío le hizo vibrar la piel.
Dio un puñetazo sobre la mesa y su amigo protestó. ¿Tenía por qué
ser tan maleducado? ¿Es que no le habían enseñado a controlarse?
Víctor se levantó. El infantilismo de Emili, que parecía haberle
sobrevenido al ver el vino que se tomaba el escritor, le irritó de
tal manera que creyó que lo mejor sería irse. Descolgó su chaqueta
del respaldo de la silla y se la puso.
Los vacíos de su memoria le
impedían recordar que no era la primera vez que Víctor se iba de
mala manera por su comportamiento. Como que en todas esas ocasiones
había terminado la velada borracho como una cuba, ni había pensado
de nuevo en esos encuentros. Quizás esa sería la primera vez que
pudiera recordarlo, y, con ello, arrepentirse, o, por el contrario,
reafirmarse en su berreo. Víctor no era nadie para tratarle de ese
modo.
No esperó a que se hubiera ido
para ponerse él también su abrigo. Pretendía acompañarlo, aunque
este había dejado bastante claro que su conversación había
terminado.
Víctor salió de la cafetería y
torció hacia su izquierda. Emili lo siguió, pisando lo poco que
quedaba de su sombra. Pasaron por delante de un edificio que tapaba
lo que quedaba de sol y la sombra desapareció por completo. Emili
tuvo que levantar la cabeza y pegarse a su espalda.
Se sacó del bolsillo una foto.
Intentó poner una mano sobre el hombro de Víctor, para que dejara
de caminar, pero no le alcanzó.
—Detente, que tengo algo que
te interesará. Quería enseñártelo, pero lo había olvidado.
Víctor se paró bruscamente.
Emili pasó por su lado y se quedó enfrente suyo. Alzó la
fotografía (de medidas diminutas, casi de carné) y se la colocó en
la nariz. Seguidamente, rió.
Eran ellos dos, muy jóvenes,
bebiendo sus primeras cervezas. Sus sonrisas eran casi tan grandes
como sus manos. Sonrisas que parecía que fueran de negros, ya que la
foto se había enfocado en sus dientes y el resto había quedado en
un tono más oscuro y borroso.
Eso sirvió para restaurar los
pedazos de enfado que habían caído dentro de Víctor. Sacudió la
cabeza, como si así una escombra pasara por su cabeza y barriera
todo lo vivido, y sonrió.
A eso de las nueve todavía
seguían juntos. Para recrear la imagen de su juventud, habían
comprado dos Heineken y, tras echarse una foto con sus móviles, las
bebieron hasta apurarlas. A Víctor ya le habían subido los colores
y se divertía. Un desconocido habría dicho de él que aparentaba
ser un hombre con muy buen humor.
Ahora lo que tenían que hacer
era encontrar el camino de regreso a sus casas. Emili, al estar menos
bebido, tuvo que encargarse de que su colega llegara a su hogar sano
y salvo. Su esposa debía estar preocupada. Probablemente leía un
libro mientras miraba de reojo su reloj de muñeca, no viendo la hora
en que su marido regresara para regañarlo.
Ruidos que los dos querían que
acabaran. Un grupo de guiris enloquecidos bajaban al mismo ritmo que
lo harían unas cabras por Via Laietana. En la acera opuesta a
aquella por la que ellos andaban. Igualmente, sus risas y gritos
llegaron hasta los oídos del par de amigos. Más molestos porque
alguien que no fueran ellos lo estuviera pasando en grande que por
otros motivos, aceleraron su paso.
A través del cristal de un bar
Víctor vio a un tipo que, a esas horas, se tomaba un carajillo.
Inmediatamente se le antojó otro a él también. Sugirió a su amigo
que entrasen, pero Emili no se animó. Había tenido suficiente. Negó
con la cabeza y, tras estrecharle la mano, siguió caminando.
Pasarían años antes de que volvieran a citarse. Emili, que tenía un don para la intuición, adivinó que la próxima vez que se vieran sería cuando él estuviera de vuelta de un lugar donde lo habrían aclamado como director. Un lugar donde le habrían laureado tanto que no sabría dónde meter sus premios. Empezó a esbozar, en su cabeza, la carta que le escribía a Víctor a su retorno a Barcelona: «V., el tren está frenando antes de entrar en la estación. Y desde aquí veo el paisaje de la ciudad que he echado de menos durante estos últimos meses. Me he atrevido a volver porque había más cosas que requerían mi ayuda aquí que en cualquier otro sitio del planeta. Aunque confieso que no es aquí donde me he sentido más apreciado, nunca. Aprovecho para comentarte que, al final, ignoré los consejos que me diste la última vez que nos vimos las caras. Pero que esto no te ofenda. Rechacé todos los consejos que otros me habían dado también. Fue mi acuerdo con el resto del mundo, y en ese mundo tú estás guardado: Haría lo que un primer impulso me mandara hacer y no permitiría que nadie intentara imponerme sus recomendaciones. Cuando era un menor de edad no lo habría dicho que sería tan difícil conquistar esto, el poder hacer lo que me diese la gana. Y creo que, en cierto modo, tú me comprendes. Puede que seas quien mejor me puede comprender, aunque nunca hayas tenido la virtud de dar buenos consejos ni la inmadurez que sería necesaria para soportarme hasta la muerte. Te diré lo que te falta, así lo sabrás antes de que nos volvamos a ver y, si eres decente, intentarás cambiar. Lo que te falta es paciencia conmigo, Víctor. No das el mismo trato a dos de tus amigos, ¿o acaso sí lo haces? Debes ser cuidadoso al hablar con tu buen compañero Emili, porque él no controla todo lo que hace. Y tú, que eres el dios de la seriedad, no tienes por qué avergonzarte cuando te comprometa. Poco importa si nos volvemos a ver o no, o si aún te importo o no. Solo envío esto para informarte de mi vuelta y preguntarte por si te gustaría que tomásemos alguna bebida. Un abrazo, Emili».
Pasarían años antes de que volvieran a citarse. Emili, que tenía un don para la intuición, adivinó que la próxima vez que se vieran sería cuando él estuviera de vuelta de un lugar donde lo habrían aclamado como director. Un lugar donde le habrían laureado tanto que no sabría dónde meter sus premios. Empezó a esbozar, en su cabeza, la carta que le escribía a Víctor a su retorno a Barcelona: «V., el tren está frenando antes de entrar en la estación. Y desde aquí veo el paisaje de la ciudad que he echado de menos durante estos últimos meses. Me he atrevido a volver porque había más cosas que requerían mi ayuda aquí que en cualquier otro sitio del planeta. Aunque confieso que no es aquí donde me he sentido más apreciado, nunca. Aprovecho para comentarte que, al final, ignoré los consejos que me diste la última vez que nos vimos las caras. Pero que esto no te ofenda. Rechacé todos los consejos que otros me habían dado también. Fue mi acuerdo con el resto del mundo, y en ese mundo tú estás guardado: Haría lo que un primer impulso me mandara hacer y no permitiría que nadie intentara imponerme sus recomendaciones. Cuando era un menor de edad no lo habría dicho que sería tan difícil conquistar esto, el poder hacer lo que me diese la gana. Y creo que, en cierto modo, tú me comprendes. Puede que seas quien mejor me puede comprender, aunque nunca hayas tenido la virtud de dar buenos consejos ni la inmadurez que sería necesaria para soportarme hasta la muerte. Te diré lo que te falta, así lo sabrás antes de que nos volvamos a ver y, si eres decente, intentarás cambiar. Lo que te falta es paciencia conmigo, Víctor. No das el mismo trato a dos de tus amigos, ¿o acaso sí lo haces? Debes ser cuidadoso al hablar con tu buen compañero Emili, porque él no controla todo lo que hace. Y tú, que eres el dios de la seriedad, no tienes por qué avergonzarte cuando te comprometa. Poco importa si nos volvemos a ver o no, o si aún te importo o no. Solo envío esto para informarte de mi vuelta y preguntarte por si te gustaría que tomásemos alguna bebida. Un abrazo, Emili».
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