El padre de Josep levantó la cabeza y tuvo la impresión de que
llevaba años sin ver a aquel hombre, el mismo que, tiempo atrás, lo
había traído al mundo.
A través de la ventana abierta a su lado se veía el tapiz de
ladrillos que eran los edificios de la ciudad. La luz del sol,
dejando la inmensidad del cielo en blanco, se traducía sobre esas
paredes, puertas y calles como el elemento que todo lo ordena, que a
todo le da forma.
Desde ese quinto piso el tamaño de las viviendas quedaba reducido al
que serviría a las hormigas y los mosquitos. Las personas que
andaban por la calle eran vistas por Josep desde el marco de esa
ventana. Acumulaba su saliva en la boca. ¿Su intención? Lanzar un
escupitajo. ¿Lo haría? No, en absoluto. No por ahora, por lo menos.
Sabía cómo respondía su padre a las trastadas. Conocía los puños
del hombre que, cuando llegaba su aniversario, le daba un toque por
la espalda y le tendía veinte euros. Sabía cómo de agradecidas
podían ser esas manos al acariciarle por el trabajo bien hecho.
Cuando
a Josep le preguntaban por su edad, él extendía los cinco dedos de
cada mano y exclamaba: «¡Y
todavía falta uno!» Crecía con la misma rapidez que un cachorro.
Sus rodillas, por ejemplo, habían llegado al punto de la
adolescencia; ya no eran de mármol pulido, sino que tenían las
mismas asperezas que las rocas. Al correr, sus músculos se tensaban.
Él los miraba y decía que repugnaban, que veía feo que esa especie
de hilos se metiesen por su piel y se marcasen en ella. Lo único
bueno que la edad le había dado era una menor torpeza. Ya no
recordaba esos tiempos en que no había día en que no cayera al
suelo. Ahora cogía los objetos al vuelo y sentía la suficiente
seguridad como para hacer travesuras.
Su abuelo había dejado el abrigo
en la mesa del recibidor. Para sacarse los zapatos, sacudía el talón
derecho a la vez que clavaba la esquina trasera del zapato izquierdo
en la del primero. Respiró hondo. Para el otro zapato flexionó la
pierna y levantó un brazo, con tal de no perder el equilibrio.
Una vez hubo terminado, entró en
el salón y se sentó en una butaca. Quedaba en la penumbra que hacía
la puerta de entrada, en el lado opuesto al de la ventana.
—Ven aquí, Josep. Acércate y
ayúdame.—le ordenó. El niño enseguida obedeció. Abandonó la
ventana y fue dando brincos hasta su abuelo. Le miró interrogante y
este contestó agarrándole un moflete. Para él, sonreír era lo
mismo que ver a quien tuviera a su alrededor muriéndose de asco por
el amarillo de sus dientes. Por ese mismo motivo lo hacía poco. Sin
embargo, con su nieto hizo una excepción. Sus labios se despegaron y
toda su dentadura brilló.—Tengo un regalo para ti. Creo que te
gustará, pero antes quiero que me digas qué opinas de ese poemario
que te di. ¿Lo acabaste?
—Ni lo empecé.—Automáticamente
se puso una mano delante de los labios, como censurando lo que había
dicho.—No puedo con un libro de tantas páginas. A mí cómprame
esos policíacos que también le gustan a papá. ¿Cómo se llamaba
el autor, papá? ¿Simón?
—¿Pero cómo puede ser que
aún no leas libros más largos? ¿Que no te he dicho nunca que la
literatura de verdad, la que de aquí unos años estudiarás, es la
que pesa?
—Pero no es mi culpa que sea
un coñazo.
El abuelo golpeó el brazo de la
butaca y pareció contener un puñetazo.
—¿Cómo permites que el chico
hable así?—le preguntó a su hijo, casi a voces.
—Déjalo en paz, papá. Si no
quiere leer clásicos, que no lea clásicos. Todo a su debido
momento. No querrás que empiece con mal pie a leer a... ¿a quién
le habías regalado?
—Le había dado uno de
Whitman.
—Imagínate. Si me hubieses
comentado antes que ibas a regalárselo, tal vez hasta me habría
opuesto. No tiene la edad para leer a Whitman. Ni a Whitman ni a
ningún americano. Ahora, con los españoles y británicos de
policíaca y novela negra ya se basta.
El abuelo no quiso seguir
discutiendo, así que relajó los hombros y pidió a Josep que le
sirviera un vaso de vino. Este fue hasta la cocina y rebuscó la copa
más delicada en los estantes de la vajilla. Encontró la que quería
y la puso sobre el lavaplatos. Ahora fue a por el vino.
—¿Cuál quieres, abuelo?—
gritó desde allí. Al no recibir respuesta, pensó que ya iba siendo
hora de que él mismo decidiese ese tipo de cosas. Recordó los
comentarios que había oído en algunas cenas sobre qué vinos eran
más buenos. Aunque cuando abrió la bodega y vio tantas botellas
diferentes prefirió escoger a suertes. Señaló cada vino con el
dedo índice; iba saltando del de la izquierda al de la derecha, y
del de esta derecha al de su respectiva derecha. Recorrió todas las
botellas y, después, cerró los ojos. Alargó el brazo y el que rozó
con la yema de los dedos fue elegido.
Lo sujetó con el brazo mientras
lo desenroscaba. Finalmente consiguió abrirlo, y dejó que fuera
cayendo en la copa hasta que llegó a los bordes. Entonces, paró, lo
volvió a guardar y, al ir a coger la copa, la sorbió para que no se
colmara.
Revisó un cajón por si había alguna bandeja metálica en la que
llevar la copa. Lo que encontró fue un montón de platillos con una
concavidad para las tazas de café. Cogió uno de estos.
El culo de la copa bailaba sobre el platillo. Por la izquierda y
también por la derecha, Josep lo sujetaba con tanta precaución que
parecía que le fuera la vida en ello.
Volvió al salón. Su abuelo, cuando lo vio pasar por delante suyo,
adelantó las piernas, de manera que no pudiera pasar de largo. Josep
tomó la copa y se la acercó. Fregó el platillo contra su pierna y
fue a dejarlo a la cocina. Al regresar al salón, se sacó los brazos
de su jersey, que era blanco y de cuello alto. Se frotó el pecho con
las manos y sacudió las mangas. Le gustaba hacer como si no tuviese
brazos; empezaba a dar vueltas sobre sí mismo y las mangas del
jersey iban alzándose.
Pocas cosas hacían a su padre más feliz que ver con qué sencillez
se divertía aquel niño. Se humedeció los labios con la lengua e
hizo un comentario sobre el vino que estaba tomando el abuelo de
Josep. Y a continuación le dijo:
—El
otro día le preguntaron a Josep en el colegio de dónde venía.—El
abuelo asintió. Josep, al oír que se hablaba de él, giró la cara
hacia su padre. Intentó adivinar a dónde pretendía llegar con eso.
Continuó:—Él contestó que venía de la clase media... Media
alta, les dijo, ¿te lo puedes creer?
No pudo evitar una carcajada que
olió a la misma uva del vino. Tan solo quedaban unas gotas; las
apuró. Josep parecía perplejo, y preguntó:
—¿Qué tiene de malo que
dijera eso? ¿No es así? Nosotros somos de la clase media, y no una
clase media tirando a baja, no... Una clase media tirando a alta, ¿no
es verdad, papá? ¿Abuelo?—Buscó socorro hasta en su abuelo, a
quien no solía recurrir nunca. Su padre ya había comentado eso a
modo de anécdota en la cena del día anterior, y Josep seguía sin
comprender en qué se había equivocado.
—Ese tipo de cosas nunca se
dicen, Josep. Puedes pensarlas, tener la impresión de que son como
las entiendes en tu cabeza, pero no las tienes que decir en público.
Es de mala educación hablar de clases. Podría parecer que intentas
darte aires de selecto, ¿sabes qué intento decirte?
El abuelo de Josep acompañaba
cada una de sus palabras con un gesto que le correspondiera. Se movía
con la misma elegancia que los jóvenes snobs del siglo pasado.
Quizás alguna vez había sido uno de estos snobs. Aunque el niño no
sabía demasiado sobre quién había sido su abuelo —por no saber,
ni siquiera sabía de qué había trabajado, qué empresas había
fundado, con quienes se había codeado—sobreentendía que había
sido un tío con clase. ¿Lo que quedaba de esos años? Un señor
vestido con andrajos y que, al salir a la calle, lo único que
cambiaba en su vestimenta era el abrigo que se echaba por encima.
A diferencia de como nos pasa con
aquellas personas a las que hace mucho que conocemos, Josep solamente
recordaba a su abuelo con una cara, y era la que tenía en ese mismo
momento. En la imagen que guardaba de él en su memoria había algo
que cambiaba, aunque no era ni su ropa ni su postura: era lo que
sostenía entre los dedos. Las primeras veces que el abuelo lo cogió
en brazos, lo hizo después de haberse fumado un cigarrillo. Pero ese
detalle ya no era así, el cigarrillo se había transformado en un
habano. Siempre se lo veía con él después de las comidas. Le daba
caladas más brutas de las que daba a los cigarrillos. Su nieto se
había fijado en ello. Lo interpretaba como que a su abuelo ya le
daba igual lo que le perjudicase y lo que le dejase de perjudicar.
Vivía con descuido, guiñándole un ojo a la muerte y invitándola a
presentarse. ¿Sería esta burla a la muerte la que le despertaba una
admiración tan grande por su abuelo? Ese mismo tema que el chico
esquivaba como fuera—sabiendo que le quedaba lejos pero que de
todos modos acabaría por llegar—era del que le gustaba hablar a su
abuelo. Sentía que así, si sus familiares sabían qué poco le
importaba morir, el día en que él ya no estuviera allí no les
dolería tanto.
Detrás de la puerta había una
luna de marco ovalado. El abuelo se incorporó y fue hacia él. Tuvo
que cerrar la puerta antes de poder mirarse. Y pasó la mano por el
cuello de su camisa. Lo inclinó hacia un lado y disfrutó del
crujido de su espalda. Las costuras de su traje se tensaban cuando él
alargaba un brazo, por lo que parecía que fuesen estas las que
hacían el ruido.
El padre de Josep fue a por el
abrigo del abuelo y le ayudó a ponérselo.
—Mira,
haz una cosa... En el bolsillo de mis pantalones hay un peine de
plástico. Haz el favor de sacarlo de allí.
El abuelo exageró el desliz del
peine por su coronilla. Con el calor del mediodía, a otras personas
el sudor les habría pegado los pelos contra la piel. No era el caso.
Su cabello se había ido secando. No conseguía que se le aplastara
ni dejando de ducharse durante una semana.
Una vez hubo terminado, echó su
aliento sobre el espejo y preguntó a su hijo si sabía lo sucio que
estaba.
—¿Ves la pátina que se
esconde debajo del polvo? Si te pasearas por aquí con un plumero
cada semana, con que solo lo hicieras una vez cada siete días,
podrías mirarte en un espejo con el maravilloso efecto que deja esa
especie de barniz.
—Bueno, papá, hace años que
empecé a hacer las cosas a mi manera y no a la tuya.
Se pueden hacer muchas
suposiciones sobre el tono con el que el padre de Josep había hecho
ese comentario. Podríamos decir que había una pizca de mordacidad,
que intentaba endulzar esas palabras diciéndolas muy rápido, como
si así fueran a olvidarse con la misma rapidez. El abuelo, que captó
por dónde iban los tiros, hizo un esfuerzo:
—Quería disculparme. Sé que
no soy nadie para darle lecciones a tu hijo. Yo ya hice mi trabajo
contigo. No voy a seguir enseñándote cómo hacer las cosas, estoy
convencido de que ya sabes ser padre.
—Sí, sí, he hecho lo posible
para no cometer con mi hijo los errores que tú cometiste conmigo.
Sonará poco modesto, pero creo que hasta ahora lo he conseguido.
Al
abuelo de Josep no le faltaron segundos para salir de ese lugar. En
menos de dos minutos ya había bajado los cinco pisos y se alejaba
con la incomodidad de los que han pasado un rato extraño. Se le veía
malhumorado. Debía seguir pensando en las palabras tan amargas que
acababa de intercambiar con su hijo. Por suerte, se había asegurado
de que su nieto no oyera ninguna. Así la impresión que tuviese de
él seguiría siendo de alguien respetable y amado. Acertaba al creer
que había sido así hasta el momento. «Se
mantendrá, no me cabe ninguna duda. Josep es un chico fuerte y que
piensa con seguridad, no se dejará influir por las milongas que ese
chaval que se hace llamar mi hijo le diga.» Trató de adueñarse de
ese pensamiento. Pero estaba demasiado apartado de él; podía
reflexionar sobre ello, sí, pero, en el fondo, sabía que las cosas
no eran como él quisiera que fueran. Entró por la boca del metro
agachando la cabeza.
!!!
ResponderEliminarXavier me tienes enamorado, de nada de algo que no es nada de una situación tan sencilla has creado algo, bueno o malo pero original.Si me deja mi novio me caso contigo jeje un beso y gracias por tu esfuerzo, sigue!! (Sergisergin)
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