El arco del portón lo componen piedras. Color turrón, quizás un
poco más suave. Pero la noche lo hace tan duro y oscuro que es como
el turrón que, con asco, se come en verano. Las farolas de la calle
lo pintan de su amarillo. No sirve de nada. El conjunto de piedras
huele tanto a viejo y gastado que los que pasan por delante lo
ignoran y giran la cabeza hacia la universidad del otro lado de la
calle. Las vallas de esta están cerradas; detrás de unos barrotes,
un grupo de chicos se ha quedado hasta tarde. Pero, volviendo al
portón del principio, se entrevé a través de él otra luz
amarilla, no más potente, que se une a la primera. Juntas intentan
iluminar el espacio, sí, fingir que es de día. Hay un poco de
fracaso, en todo eso. Porque no lo consiguen; la noche sigue siendo
la noche, y en la ciudad, más que por sus luces, se caracteriza por
las caras de su gente. No tan radiantes, no tan despejadas. A fin de
cuentas, quizás sí que tenga algo que ver con la luz, pero una luz
interior, que brilla desde dentro de cada transeúnte.
Un chico sale. Tendrá unos dieciséis años, seguramente. Se ha
puesto las manos en los bolsillos del abrigo, que es azul marino, de
un ante sucio. Le va muy ceñido, quizás lleve años vistiéndolo;
la capucha se le pega a la nuca como si, de no hacerlo, fuera a
caerse al suelo.
El clac de sus mocasines. El murmullo de los muchachos de la
universidad queda en el fondo. Los zapatos del chico llaman la
atención de los pocos desconocidos que hay por ahí.
Empieza a caminar. Camina por la derecha, al borde de la acera.
Parece que persiga las zonas más iluminadas, y que, al ver una
sombra o la oscuridad de un rellano, se aparte de ella. No hay miedo,
en sus pasos, pero sí velocidad. Casi atlética. Nadie más camina a
ese ritmo. Cuando cruza la entrada de un restaurante de moda, los
estirados que fuman en la puerta se lo quedan mirando. No es usual,
ver a alguien con prisas a las diez de la noche. Tampoco ver a
alguien tan joven por ese barrio.
Sutilmente, cruza la calle. Baja a la calzada cuando un coche ha
pasado de largo y, en diagonal, llega hasta la otra acera. Tiene que
ponerse de puntillas para pasar entre dos coches aparcados; aún así,
una de sus piernas friega el coche de detrás. Sus pantalones
manchados de polvo. Se los frota con una mano y, después, se sacude
la falda del abrigo. Por la parte de delante se sube la cremallera.
Esta chilla, al hacerlo. Cuando llega hasta el tope, a la altura del
cuello, chasquea. Y las manos vuelven a los bolsillos del abrigo.
Ahora, camina por la izquierda, a contracorriente. Aunque, como no se
acerca demasiada gente, tampoco supone un problema. Al ver que
alguien se está acercando en la dirección contraria a la suya, una
sombra que se va haciendo más y más grande, más y más cerca, tira
hacia la derecha y se arrima a la pared. Persigue la luz. Y, cuando
nota la presencia de otra persona, da un respingo. Baja los ojos al
suelo. Trata de que sus hombros se vean más anchos de lo que son,
adelantando el pecho. Para imponer. El temblor de sus párpados juega
en su contra.
OBRA DE BALTHUS.
No hay comentarios:
Publicar un comentario