Dos
abrigos —uno
azul oscuro y el otro marrón, los dos largos— cruzaron el paso de
cebra.
El semáforo aún estaba en rojo, pero era uno de esos
instantes del día en que todos los coches se compinchan para
desaparecer de la ciudad. En lo que dura este instante puedes
buscarlos por donde quieras, que no vas a encontrarlos.
Sobre el abrigo de ante marrón había un sombrero. Era
uno de esos negros, bohemios, con un poco de polvo. Se movía a la
vez que se movía la cabeza que lo sujetaba. Esta, la habían
adornado con una nariz muy grande y muy judía, hecha de cartón. Y,
a la derecha de esta cabeza, había otra cabeza. Era la cabeza del
que llevaba el abrigo azul. Pues, vaya, tengo que decir que este no
tenía una nariz tan grande. Aunque habría sido gracioso que fuesen
a conjunto. La del de la derecha era más puntiaguda y mona. Cuando
se inclinaba hacia abajo, dándole el sol de cara, se formaba una
sombra pequeñita debajo. Parecía que fuese un bigote de los cortos,
rodeado de pecas.
Había un momento en que sus pieles cogían el mismo
tono, cuando la luz del sol quedaba atrapada detrás de un edificio y
ellos miraban hacia el suelo. La de Paolo solía ser del color de un
pezón español y la de Enric más blanca. Pero en ese momento las
dos se volvían del mismo gris. Y no era un gris triste. El gris de
las estatuas de metal de plomo. Este gris, cuando está limpio,
resplandece, y da gusto verlo. Bien, así de radiantes se volvían. Y
cuando uno de los dos se sonrojaba por algo que el otro había dicho,
sus mejillas se ponían moradas.
—¿Tienes un cigarrillo?—le preguntó Paolo.
—Yo no fumo. Bueno, fumo después de cada comida,
pero normalmente no fumo.
—Ah,
de acuerdo. No, si yo tampoco fumo. Te lo decía para comprobar si
tenías o no, por si alguien nos pedía un cigarrillo. Para
ahorrarnos el mal trago de preguntarnos entre nosotros si teníamos
cigarrillos, ¿sabes? Siempre se me hace incómodo.
Caminaban con prisas. Lo normal habría sido que fuesen
por su derecha, pero estaban demasiado orgullosos de ser zurdos como
para hacerlo. Preferían ir por la izquierda, repartiendo codazos con
quienes se interpusieran en su camino.
Entraron en un quiosco. Se pasearon durante unos minutos
por la sección de los diarios y las revistas. Paolo vio en una
estantería la primera entrega de una colección de plumas. Fue hacia
ella. Vigilando que el dependiente no lo mirara, arrancó la pluma
estilográfica del cartón en el que iba pegada. Se la guardó en el
bolsillo del abrigo. Tuvo que hacer movimientos muy disimulados; con
lo grandes que eran sus manos, y lo largos que eran sus dedos, se le
hacía casi imposible pasar desapercibido. Además, no podía ser más
torpe. Todo lo que tocaba se le caía de las manos. Decía que era
por la emoción del momento, que se ponía nervioso y los brazos le
temblaban. Por ese motivo le habían vetado la entrada en todas las
tiendas de Lladró y Swarovski del mundo.
—¿Tú vas a comprar algo?—le dijo Enric a Paolo.
Cogió un diario y lo llevó hasta la mesa del
dependiente.
—Uno veinte, por favor.
Paolo sacó un monedero y le dio la vuelta. Todas las
monedas cayeron sobre la palma de su mano. Las contó con mucha
paciencia; era de letras. Le tendió las justas al dependiente.
Enric también había cogido un diario, que alargó al
dependiente, con un billete de cinco euros.
—No sabía que leías el periódico. Yo te hacía más
de mirar las noticias por la red.
—Bueno, no vas desencaminado. Compro el diario para
cuando friego el suelo, para cubrirlo. En realidad están llenos de
columnas que rebosan tiquismiquismo. Aburridos, una pérdida de
tiempo. Y lo más grave es que los que escriben en ellos se creen que
lo que cuentan interesa a alguien, ¡bah!
Salieron del quiosco. Siguieron caminando, en busca de
un café. Encontraron uno que, desde fuera, se veía encantador. Los
cristales oscuros hacían que los sofás del interior se vieran en la
penumbra, más blandos que nunca. Casi no había nadie, tan solo dos
mesas ocupadas.
Entraron y se acercaron a la barra. Detrás de esta, una
chica de unos dieciochos años estaba dando golpes a una cafetera
atascada. Paolo se sentó en uno de los taburetes e, inmediatamente,
volvió a levantarse. Me duele demasiado la pelvis, dijo. Será mejor
que nos sentemos en los sofás.
Fueron hacia las mesas vacías. Todas estaban limpias
excepto una, en la que había un azucarero volcado y unas tazas
vacías, con espuma marrón por los bordes. Se sentaron a esa, y
esperaron a que vinieran a pedirles nota. Paolo hizo una foto a esa
taza con su móvil. Enric, extrañado, le preguntó:
—¿Por qué haces una foto a esa porquería?
—Voy a tomarme un granizado de limón. No me apetece
un café. Lo que sí que me apetece es subir a la red la foto de un
café. No sé si entiendes lo que te digo.
—No,
no, sí que te estoy entendiendo. Cuidas de tu imagen, yo también lo
hago. Vivimos
de lo que mostramos al mundo. Muy sabio, lo que haces.
Paolo
sacó de dentro de su abrigo un montón de páginas. No era muy
grueso, las líneas estaban muy juntas y las letras, Times
New Roman,
aparecían un poco movidas; la tinta fresca se había escampado.
—Pues,
Enric, aquí tienes mi relato. Ahora voy a ir al lavabo. Cuando
vuelva, quisiera que me dijeses qué te ha parecido, ¿sí? Son unas
veinte páginas, se leen rápido. Algo ameno. Bon
profit.
Se levantó del sofá y fue en dirección al baño.
Enric cogió los papeles y echó un vistazo rápido, pasando las
páginas. Resopló y se inclinó en el sofá. Se llevó una mano a la
boca. Empezó a morderse las uñas; las tenía blancas, duras y muy,
muy cortas, casi llegando a la carne.
El baño en el que había entrado Paolo tenía tres
puertas. Por una se llegaba al retrete, por otra al lavabo y en la
que quedaba había un tigre hambriento. No, en realidad no lo había,
pero como que la puerta estaba atrancada Paolo se imaginó que era
así.
Cuando salió de la del retrete, se metió en la del
lavabo y puso las manos debajo del grifo. Automáticamente, el agua
empezó a caer. Juntó las manos, hizo la forma de un cuenco con
ellas y las llenó de agua. Se las llevó a la cara y se refrescó.
Salpicó el espejo con muchísimas gotas, que, mezcladas con el
jabón, parecían esas gotas de cera que salen de las velas.
Los nudillos se le habían hundido y las venas del dorso
de sus manos se habían inflado. Siempre le pasaba cuando se
impacientaba por algo. En este caso, por saber qué diría su amigo
sobre el relato que había escrito. Lo había estado escribiendo
durante nada más ni nada menos que un mes. Tachando, rectificando,
añadiendo y sacando palabras.
Cuando salió del baño vio que Enric todavía no había
acabado de leer el relato. Se escondió detrás de la pared que
separaba el baño del salón del café, para que Enric no lo viera.
No quería interrumpirlo. Lo que no sabía era que Enric ya había
terminado; en ese momento estaba mirando fijamente la letra 'e', de
'…y ejerció...'.
Esperó cinco minutos más. Enric estaba como
paralizado, no pestañeaba. Decidió ir hacia allí. Quizás ha
sufrido un colapso por todas las maravillas que acaba de leer, pensó
Paolo.
Enric desvió la mirada del texto y le sonrió. Paolo se
puso detrás suyo y dejó caer una mano sobre su hombro.
—¿Ya has terminado?
—Ah, sí, hace un rato. Ahora estaba saboreando una
de esas metáforas que has metido por aquí.
—Entonces supongo que te ha gustado, ¿no?—Aunque
no era su intención, Paolo sonó amenazante al decir esto.
Entrecerró los ojos y apretó los labios, en plan Clint Eastwood.
—Bueno, está bastante bien. Se hace entretenido y,
como decías, es muy ligero.
—No,
no, yo no decía ligero. Decía ameno.
—Ameno, ligero... lo mismo...
—No.
Ameno.
Di ameno, por favor.
Enric pensó que se debía tratar de una broma. Hizo un
gesto con la mano, como diciendo: déjalo. Y continuó hablando:
—Podría decir que al texto no le falta de nada, ¿te
parece bien?
Paolo asintió. Aún así, no estaba satisfecho. La
camarera que minutos antes estaba detrás de la barra se les acercó.
Cogió el bloc de notas que colgaba de su delantal.
—Bien, chicos, ¿qué vais a querer?
—Un granizado de limón natural, y, si puede ser, que
sea con más limón que la última vez. Me quedé muy decepcionado:
cuando estaba llegando al final del vaso, solo quedaba hielo, todo el
limón ya me lo había bebido. Deberíais hacer algo para cambiar
eso. No sé, yo no entiendo de granizados, pero sí de cosas que son
molestas.
La dependienta, indiferente, miró hacia Enric.
—Yo querré un cruasán y una Coca-Cola. Gracias.
Antes
de volver a la barra, la dependienta puso un CD en el reproductor que
tenían al lado de la vitrina de los bocadillos. Los altavoces del
café empezaron a sonar. No
hay nada más triste que lo tuyo,
de Hidrogenesse.
Paolo esperó a la que la chica trajera lo que habían
pedido, y luego dijo:
—¿Y encuentras algún fallo en el relato?
Enric miró hacia el montón de hojas. Respiró. Se lo
pensó. Respondió:
—No, no creo que tenga ninguno. Está bastante bien,
como ya te he dicho.
—Pero si está bastante bien significa que hay algo
que pueda mejorar. Algo que lo haga pasar del 'bastante' al 'muy',
'muy bien'.
—No sé qué decirte, Paolo. Hay textos que no pasan
del 'bastante bien' no porque tengan algún error, sino porque no dan
más de sí. Se quedan en el 'bastante bien' y punto. Tampoco pidas
más a ti mismo de lo que te puedes exigir. Con un relato de veinte
páginas es imposible ir mucho más lejos.
—¿Imposible? Hay autores que con microcuentos de
dos, tres palabras han conseguido que los aplaudan, que han
conseguido emocionar. ¿En serio me dices que la extensión tiene
algo que ver con todo eso?
—¡Cálmate, Paolo!—exclamó Enric. El tono de la
conversación había ido subiendo, y ahora llegaba hasta la mesa del
fondo, en la que dos ancianos estaban abriendo una caja de galletas.
Uno de los dos babeaba de las ganas que tenía de comerse esas
galletas.
—Estoy calmado. Llevo calmado desde que entramos. Tan
solo te estoy pidiendo que me critiques. No sé, si quieres
despotricar, despotrica. Haz lo que quieras. Insúltame, si así me
haces ver en qué me he equivocado. Quiero superar el jodido
'bastante'.
Enric se apretó los puños y, luego, se llevó una mano
a la frente. Si había algo de lo que estaba harto era de que los
escritores que le pedían su opinión le exigieran que les criticara
algo. Si decía que un texto era bueno, y no les decía nada más,
quería que se conformasen. Pero no, había algunos que le insistían
e insistían. Enric tenía que comprender que lo hacían porque
querían mejorar, pero a él eso le daba igual. Tan solo quería
escribir críticas en las revistas de literatura y cine, que es lo
que había ido haciendo hasta entonces. Todo lo demás lo molestaba.
Y sí que podía soportarlo, pero hasta cierto punto. Paolo acababa
de rebasar ese punto.
Enric inspiró aire por la nariz hasta llenarse los
pulmones. Le escupió a Paolo todo lo que se le vino a la cabeza,
desde que el texto era de lo más insignificante que había leído en
toda su vida hasta que se complicaba tanto que acababa por ser un
pedante. Tardó un minuto y treinta y siete segundos. Dijo todo lo
que sentía que debía decir.
Paolo, con los ojos en blanco y los labios secos, miró
hacia el suelo. Apoyó los codos en sus rodillas. Puso las manos como
en un rezo y las llevó debajo de su barbilla. Se quedó en esa
posición, mirando hacia un botón desabrochado de la camisa de
Enric. Este, dejó sobre la mesa lo que había costado su cruasán y
la Coca-Cola y se marchó.
Cuando fue a abrir la puerta del café le dirigió una
última mirada a su colega. Paolo seguía igual. Tal vez se había
encogido un poco más. La camarera se lo miraba, sonriendo, desde
detrás de la barra. Estaba fregando unos jarrones con un trapo.
Enric salió y fue hacia su izquierda. Los adoquines de
la acera se clavaban en las suelas de sus zapatos. Había unos
espacios entre adoquín y adoquín en los que se acumulaba la mierda.
Pensó por última vez en ese relato de Paolo, que
tampoco estaba tan mal.
Pues oye, que ahora me ha picado la curiosidad por leerlo a mi también!
ResponderEliminarComparto totalmente la decepción de cuando en el granizado sólo queda hielo y no sube nada por la pajita.
Lo de la pajita es lo más autobiográfico que nunca he escrito.
Eliminar