Miércoles, veinticinco de octubre. Ocho de
la mañana.
Nada podría haber salido peor. Nunca me
había sentido tan humillada e incómoda como anoche. Sabía que si accedía a
venir a cuidar del anciano me estaría complicando la vida, pero lo que realmente
me sorprendió fue que todo se volviera difícil tan pronto. Me esperaba una
recibida más cálida, que las criadas del señor André bajaran a abrir la puerta
con una sonrisa estampada en sus finas caras. No encontré más que hostilidad en
sus respuestas, en sus apretones de manos, en… En fin, no sé si podré aguantar
una tensión tan áspera. Una joven francesa como yo debería estar trabajando en
Nueva York, bebiendo gin-tonics, riendo en compañía de empresarios de
gran influencia, y no atendiendo a las instrucciones de una criada sobre cómo
debo darle de comer al señor André, un viejo medio senil que ya no sabe ni cómo
hablar. En su jardín hay eucaliptos centenarios con mayor vitalidad que él. No
recuerdo haberle visto parpadear ni una sola vez en esos primeros instantes que
pasé en compañía suya. Llegué a pensar que estaba muerto, pero el ligero
movimiento de su pecho al suspirar me rectificó.
¡Maldita sea! Me escaparía de aquí si no
fuera por la promesa que le hice a madre en su lecho de muerte. Todavía a día
de hoy, seis meses después de que ella falleciera, me sigo preguntando los
motivos por los que estaba tan empeñada en que yo viniera a trabajar aquí.
¿Quería darme una lección? ¿Condenarme? Quizás me odiaba por la decisión que
había tomado de abandonar mis estudios para ir a cuidarla en sus últimas
semanas. El precio de esa carrera en una de las universidades más prestigiosas
de la ciudad no era nada comparado al de verla sonreír por última vez, mientras
toda ella se iba apagando, al igual que la vela aromática de su mesita de
noche. La besé cuando su corazón había dejado de latir, y fue ese el beso más
dulce y frío que nunca había dado. Sus mejillas aún tenían color. Las rosas
siguen siendo hermosas una vez las cortas, y madre no era ninguna excepción.
Miércoles, veinticinco de octubre. Doce del
mediodía.
He pasado la mañana encerrada en la
habitación que se me asignó la noche pasada. Hay dos estanterías llenas de
libros clásicos, con fotografías de juventud en el reverso de todos los tomos. Una
en concreto me impresionó: en ella aparecía un hombre y una mujer, los dos desnudos,
la una tocándole el culo al otro, y el chaval acariciándole los pechos. Pese a
lo borroso de la imagen se podían adivinar las formas. Dudo que haya visto
ninguna fotografía antigua más erótica que aquella, dejando de lado los
grabados pornográficos del siglo diecinueve que mi hermano coleccionaba en su
adolescencia. También he aprovechado la mañana para acabar de instalar mis
cosas en el cuarto. Ahora el escritorio ya no parece tan vacío, un papel y una
pluma me esperan, susurrando: « ¡Desvírganos!», pero no, se escribe mejor desde
esta cama, tan blanda, lo único amable que he encontrado en toda la casa.
Ahora que ya todo ha quedado un poco más
olvidado me siento animada a explicar lo que sucedió a mi llegada, estas hojas
de papel merecen saberlo.
A las siete de la tarde el carruaje que me
había llevado de Madrid, donde había ido a recoger mis pertinencias de la
residencia en la que estaba alojada, a Barcelona me dejó delante de un edificio
modernista en una calle de la que desconocía y sigo sin saber el nombre. Desde
una de las ventanas una mujer me observaba, desconfiada. Cogí mi maleta y, una
vez hube subido la escalinata de la entrada, llamé al timbre. Esperaba que
fueran a recibirme fuera, por lo que desde un primer momento deduje que no iban
a ser gente demasiado educada con el servicio, aunque, al fin y al cabo, las
mismas damas que me presentaron lo eran. La más vieja de todas las criadas,
Celina, me condujo a mi habitación y me explicó un par de normas básicas,
además de darme el horario que a partir de entonces debía seguir a rajatabla.
«La guillotina es consecuencia de la impuntualidad en esta casa», me comentó,
con frialdad.
Guardé mi equipaje debajo de un armario y fui
con ella al salón principal, donde las demás criadas estaban reunidas. No noté
ni la más mínima calidez en sus salutaciones. Empecé a pensar en qué las debía
haber llevado a actuar de tal manera mientras me iba presentando. Cuando
mencioné que había nacido y crecido en Gerona algunas de ellas parecían
ofendidas. No pretendí desde un primer momento gustarle a ninguna, ya sabía que
era una batalla más que perdida, así que decidí que iba a limitarme a lamerle
el culo a la criada de cargo mayor y al señor André, a quien aún no me habían
presentado. Lo había visto de reojo por la puerta entornada del cuarto que
había al lado del mío. Él estaba encorvado frente su escritorio, escribiendo
algo en un pedazo de papel. La oscuridad que lo rodeaba hizo que se me pusieran
los pelos de punta. No podía definirlo más que como siniestro.
A la hora de la cena, es decir, las nueve y
cuarto, oí una campanilla que sonaba. Era el aviso, se me obligaba a bajar.
Aunque no iba a probar bocado, pues la situación me tenía desganada, me
interesaba conocer de una vez por todas al señor André. Las criadas iban
comiendo y discutiendo sus asuntos, pero el viejo no aparecía. A media velada
Celina bajó del segundo piso y anunció que el señor no iba a cenar en compañía
nuestra esta noche, que había enfermado un poco. Al día siguiente el doctor de
la familia, la cual se limitaba a André, vendría a visitarle. Todas las chicas
rieron disimuladamente, al parecer, el médico era un soltero bastante atractivo
que a todas les encantaba.
Una vez hubo llegado la medianoche, dos de
las muchachas se fueron, pero el resto se quedó en la sala. Las brasas del
hogar ya estaban medio muertas, pero aún así calentaban. De pronto se oyeron
unos pasos descendiendo los peldaños de la escalera principal. Todas callamos,
teniendo la intuición de quién era. El señor André asomó la cabeza por la
puerta y echó un vistazo al salón. «Buenas noches, muchachas. Tengo un poco de
hambre, ¿podríais traerme algo?» dijo. Su voz me fascinó. Era profunda,
podrida, tal vez desafinada, pero el tono cadencioso con el que la vestía la
volvía más elegante, le daba el toque de pureza que de por sí no tenía.
Se sentó en el único sillón que había, uno
antiguo y de color burdeos. Caminaba con lentitud, agarrado a un bastón con una
cabeza de Cleopatra dorada en la punta. Sus problemas de espalda le obligaban a
mantener la mirada agachada. El más mínimo levantamiento le podría destrozar
los huesos. Era un viejo frágil, pero aún dispuesto a dar guerra.
Tras murmurar alguna cosa por lo bajo alzó
la mirada y la dirigió directamente a donde yo estaba. Me examinó durante
cuatro segundos, a la vez que se iba volviendo pálido y más pálido.
Balbuceó algo que no entendí. Tragué saliva.
Miré a las otras criadas, las cuales tampoco parecían comprender qué le sucedía
al hombre.
« ¿Tú… tú eres…? No puede ser… No puedes… »,
dijo.
Comenzó a llorar y a respirar con mayor
fuerza, y a temblar como lo hacen las cabras en invierno. Las criadas lo
rodearon y mientras una le ponía la mano en la frente, la otra le acariciaba
las mejillas. «Tranquilo, señor André…».
« ¡No puede ser ella! ¡Lleváosla de aquí,
chicas! ¡Por favor! ¡Echadla!». Sus palabras me hirieron como una espina de
rosa en la garganta. No había tenido tiempo para caerle mal, entonces algo
extraño debía tener ese tipo. Tal vez las pelirrojas le irritaban, o tenía alguna
manía de loco por el estilo.
A partir de ese momento las criadas me
miraban con todavía más desprecio, sin razones para hacerlo. Una me sugirió que
me fuera ya a dormir. La obedecí como una estúpida. Debería haberme quedado
allí y pedir explicaciones al señor André. ¡Menudo boig!
Viernes, veintisiete de octubre. Nueve de la
mañana.
En estos dos días los aires ya se han
calmado un poco. El ambiente está más relajado y la tranquilidad que se respira
en la casa se me hace soportable.
Ayer, jueves, por el mediodía, como ya había
terminado todas mis tareas me fui a la pequeña y claustrofóbica biblioteca a
leer algo de literatura. La sala era bastante fea, pero no tenía más remedio
que conformarme. El único punto de luz era el flexo azul colocado entre dos
escritorios. Había seis o siete estanterías en total, colocadas de forma que
taparan completamente las paredes.
Mientras estaba enfrascada en la lectura de
un libro de Jean-Paul Sartre un gato persa se coló en la sala y, sin darme
cuenta, se subió a mi regazo. Al notar su tacto chillé como una posesa. El
minino blanco bufó y de un salto salió del lugar. Entonces entró André,
preguntándome a qué se debían esos gritos.
Yo, paralizada por la sorpresa, dije algo
ininteligible que el hombre no entendió. Después de respirar fondo cuatro veces
exclamé: « ¡Un gato extraño se me ha puesto encima! ¡Así, venido de la nada,
señor André! ». Tras meditarlo con detenimiento sonrió, un gesto que quedó muy
disimulado por el espesor de su barba. «No te preocupes, chica. Era Gala, la
dueña de la casa». Seguimos conversando tres cuartos de hora, que habría sido
solo treinta minutos si no hablara con esa paciencia que empezaba a parecerme
irritante.
Me miraba con cariño, por poco que nos
conociéramos. Se comportaba hasta de manera paternal conmigo, algo que siempre
me había gustado, ya que no había tenido la oportunidad de que un verdadero
padre me tratara como se trata a una hija.
Estaba bastante más animado que a mi
llegada. En realidad su carácter era lo más vivo que había en el edificio,
pero, yo, hasta entonces, no me había dado cuenta.
Intenté sacar toda la amabilidad escondida
en mis entrañas al estar con él, se merecía una buena actitud por mi parte.
A la hora del almuerzo Celina anunció que el
doctor se pasaría a ver a André a las cuatro y media de la tarde, y que
aprovecharía para hacerle un chequeo general. Él me susurró que odiaba esa
clase de visitas médicas, pero que las prefería a que lo enterraran en algún
asilo para ancianos o, como él los llamaba, «retretes de viejos idos».
Todas las criadas se fueron a sus cuartos a
arreglarse para recibir al doctor.
Olía los polvos del maquillaje y el aroma de
los perfumes más caros que había en el mercado. Ocupaban el lavabo de la casa,
cuyo espejo era amplísimo. Reían y parloteaban, el mal genio había desaparecido
de sus cabezas, en las que ahora solo quedaba lugar para cintas y diademas
doradas.
A las cuatro en punto el timbre sonó a la
vez que el reloj de pared del salón sonaba. La criada menor abrió la puerta, y
allí estaba. Un caballero de piernas largas y cuello todavía más largo,
rafaelesco. Fumaba un puro mientras observaba su reloj de bolsillo. «Las
cuatro, ni un minuto más ni un minuto menos. La próxima vez me retrasaré dos o
tres, ese ha sido mi fallo. Un auténtico dandi debe ser impuntual». Las chicas
le rieron la broma. A mí me pareció desde ese momento un idiota que solo había
venido para alardear de sus trajes de marca y tomarle el pulso al señor André.
Pero la cosa no quedó allí. Después del chequeo más rutinario que había visto
en toda mi vida les recitó a las muchachas un poema de Lorca, tomándose la
libertad de variar algunos de los versos. Mi sorpresa fue bastante grande
cuando André me comentó que estaba casado y tenía tres hijos. Ese tipo, que no
aparentaba más de veinticuatro años, ya había formado una familia afincada en
la parte más alta de la pirámide de sociedad barcelonesa, en una época marcada
por el puritanismo de las clases más ricas, y además en terreno español, donde
la religión era la brújula que guiaba la expedición hacia el futuro.
«Señor André, le recomiendo que vaya a pasar
unos días en el bosque. Le veo más débil que la última vez, y creo que el sol
de alguna zona montañosa como los Pirineos le puede hacer buen efecto» dijo el
doctor antes de irse.
A las demás criadas se les iluminó la cara.
Por lo visto André tenía una mansión en los Pirineos a la que iban a veranear
todos juntos desde hacía muchos años. Esperaban con muchísimas ansias la
llegada de junio para empacar sus cosas y, de repente, ahora, les había surgido
la oportunidad de irse unas semanas allí por el bien de la salud de André. Esa
misma noche hicieron sus maletas. Yo, como no había traído mucha ropa, acabé pronto
con la mía, y fui a ayudar a André. Le veía radiante. «Mi finca te va a
encantar, Andrea. Es maravillosa. ¿Has visto los cuadros que pinté allí? ¡Se
vendieron, en su momento, como churros! Hay uno colgado en el pasillo del
primer piso, ¡ve, ve a verlo!». La noticia le había sacado cinco años de
encima, al señor. Yo le iba haciendo preguntas acerca de la zona, sabía que le
gustaba hablar de eso. Me contó que allí había nacido, en la misma mansión. Su
madre habría querido criarlo allí, pero, a los cinco años, su padre se lo llevó
a la ciudad, donde pasó su juventud y adultez. Había ido a un colegio donde los
profesores, severos hasta el último, le habían enseñado que si quería ser
artista debía ser uno clásico. Conservar las formas y los colores armoniosos.
Luego, cuando marchó de allí, decidió deshacerse de todas esas cadenas y se
volvió impresionista. Así había seguido hasta sus ochenta años, con la
diferencia de que sus finas manos ya casi no daban para más. El tiempo las
había sellado con heridas y bultos morados.
Hoy, a las tres, un carruaje vendrá a
recogernos a las criadas. Al señor André lo llevarán en otro, ya que necesita
estar en una postura muy concreta cuando viaja. No me han querido dar detalles,
por lo que no voy a pedirlos.
Domingo, veintinueve de octubre. Nueve de la
mañana, otra vez.
Debería haberme repartido el trabajo y haber
escrito ayer una o dos páginas del diario. Los hechos se han ido acumulando, y
no sé por dónde empezar a explicarlos.
Llegamos a los Pirineos el día siguiente, de
madrugada. Había estado angustiada durante todo el trayecto, ya que el camino
era muy pedregoso y los huesos del señor André demasiado frágiles.
Afortunadamente, había conseguido llegar de una sola pieza.
La mansión me decepcionó. Esperaba el
Versailles de los Pirineos en medio de un jardín atiborrado de esculturas, pero
no encontré más que una casa de pasillos estrechos con un tejado puntiagudo y
ventanales largos. De dos plantas sí, pero más propia de un cabrero que de un
hombre rico venido de las capitales europeas.
Tuve que compartir mi habitación con las
otras chicas, algunas de las cuales roncaban. El interior necesitaba ser
limpiado a fondo del polvo y las tarántulas a las que, cuando se les antojaba,
les daba por dar paseos a través de los hilos de sus telarañas. Con la única
ayuda de una escoba y un plumero me puse manos a la obra, y en un visto y no
visto todas las salas quedaron impecables. André había estado esperando en el
porche. Este era, diría, lo más hermoso de toda la zona. Sostenían el tejado
unas columnas salomónicas colocadas en cada esquina, y el balcón que lo rodeaba
consistía en una hilera de jarrones con escenas mitológicas en sus cuerpos.
Cuando fui a avisarlo de que su cuarto
estaba listo lo encontré llorando en su balancín. No me atreví a acercarme,
pero él notó mi presencia. « ¿No te parece extraordinaria esta puesta de sol,
Andrea? Nunca he creído en Cristo, pero… al ver este espectáculo de luces me
pregunto si no debe ser su padre, que se despide hasta el día siguiente». No
tuve el valor de responderle. Seguramente unas palabras torpes como iban a ser
las mías hubieran estropeado la belleza del momento.
Me fui alejando lentamente. El señor André
tampoco es tan común, a fin de cuentas. Me sorprende que, teniendo la fortuna que
posee, no sea de esos hombres empeñados en contarte las historias de cómo
consiguieron tener éxito.
Algún día le preguntaré por su pasado. Por
ahora no me atrevo. Está empezando a despertar en mí una admiración que nunca
antes había sentido por nadie salvo Dostoievski, y creo que, de conocer lo que
ha debido vivir, acabaría decepcionada. Un ídolo suele ser como menos se lo
imagina, lo que ocurre es que el buen seguidor se esfuerza en ver solo su ideal
y genial caparazón.
Al cabo de media hora subí a la cocina,
donde ya se olían las especias que iban a adornar el sabor de los platos de la
cena. Estando en el umbral de la sala oí que dos criadas pronunciaban mi
nombre. Yo me eché hacia atrás y me escondí detrás de unas cortinas. «Si te soy
sincera, no soporto esta nueva chica. Por favor, ¿quién se ha creído, con esos
humos de universitaria? ¡Ni que fuera nada de otro mundo! ¡Menuda…!», le oía
decir a una. «He oído algo sobre que su padre la abandonó cuando era pequeña, y
desde entonces odia a los hombres, o, en otras palabras, que es… capaz de amar
no precisamente a los hombres… ». Tras esto hubo un silencio cómplice, de aquellos que pueden
palparse, y, seguidamente, rompieron en carcajadas. Los ojos se me habían llenado
de lágrimas. Aunque a veces finja que no es así, las opiniones de los demás,
sean de desconocidos o amigos, me importan muchísimo, y es algo que, por más
que lo he intentado, no he podido remediar. Creo en que la imagen que muestre será
la que se recordará cuando no esté viva, y si esa es la que ellas han visto en
mí… No, no, no quiero seguir escribiendo sobre eso. Soy demasiado débil como
para enfrontarme a esa clase de problemas.
Salí de la casa atropelladamente, dando un
golpe al cerrar la puerta. Eché a correr por el campo. Noté cómo se partía una
de las perneras de los pantalones que llevaba. Me deshice de mi delantal marrón
y del gorro de cocina que me había regalado mi madre cuando era una adolescente
aficionada a la repostería.
Los eché en un charco de barro que había por
el camino y seguí recorriendo el campo de amapolas que se extendía a lo largo
de trescientos, tal vez cuatrocientos metros. Dejé de correr al ver la valla
del recinto cerrada. Estaba encerrada, embotellada en un frasco de vientos,
montañas y árboles.
Al volver hacia la casa lo hice con la
mirada gacha, sin apenas un pensamiento moviéndose por mi cabeza. Mi
comportamiento había sido inmaduro, ¿pero el de esas criadas, qué?
El señor André me había estado observando
desde su balancín todo el rato. Su barba, otra vez, hacía que no pudiera
distinguir entre la que podía ser su sonrisa o unos labios caídos.
« ¿Qué pasa, bomboncito?» me preguntó
mientras yo iba subiendo las escalas del porche, abatida. Le conté la historia
y desnudé mis emociones. Me iba sintiendo cada vez más vulnerable. Él se estaba
haciendo con el control de mi alma al escuchar las tristes palabras que le
dedicaba. Sin embargo, me daba igual. Necesitaba o bien a una oreja dispuesta a
oír lo que sentía la necesidad de decir, o bien una almohada que morder, para
así sanar la rabia que hervía en mi saliva, en mi sangre, en el verde, marrón
mierda de mis ojos.
Una
vez hube terminado mi discurso suspiré, y me fui. No le pedí su consejo, ni sus
ánimos. Ya estaba desahogada, y ahora solo me apetecía comerme un par de
magdalenas, para acabar de una vez por todas con ese gusto agrio que se
revolvía en mi boca.
Como que no quedaban tareas con las que
cumplir, traté de dormir un rato. Cerré los ojos y me imaginé a mí misma al
lado de mi madre. Doce años, tenía doce años. Estaba en la estación de tren de
alguna ciudad de por aquí. Un humo gris ascendía hacia el techo, y yo,
boquiabierta, admiraba ese teatrillo de máquinas con ruedas y pasajeros impuntuales,
que corrían a su vagón. Giraba mi cabeza y veía a mi madre, con su cigarrillo
pendiendo del labio inferior, y su bufanda granate siendo ensuciada por la
ceniza. Tras esto abrí los ojos, miré al reloj, y me topé con una realidad
desconcertante. Lo que me había parecido unos pocos segundos en realidad habían
sido horas, y había pasado de ver la aguja de las horas señalando las cinco a
verla apuntando al número ocho. Debía bajar al comedor, a cenar.
Bajé las escaleras arrastrando mi culo por
la barandilla. Estaba de mejor humor. Entraría a esa sala con aires triunfantes
y en cuando el señor André se hubiera retirado a su cuarto yo pediría… no,
exigiría explicaciones a esas estúpidas criadas.
Antes de entrar al comedor sentí unos gritos.
Alguien estaba discutiendo. Un plato estalló contra el suelo y se hizo pedazos,
o eso es lo que pude oír.
La corredera se abrió de un golpe y Celina,
echando fuego por la nariz y las orejas, salió. En cuando me vio noté cómo cada
músculo de mi cuerpo se paralizaba. Clavó sobre mí la misma mirada que podría
disparar un aspirante a asesino a su primera víctima. Adelantó unos pasos y por
un instante creí que iba a escupirme en la cara. Estaba apretando la boca con
furia.
De repente dio media vuelta y se marchó por
la puerta trasera. Me llevé las manos a la cabeza, y fue entonces cuando sentí
algo viscoso. Sí que me había escupido, solo que con tanta sutileza que ni me
había dado cuenta.
Lunes, treinta de octubre.
Ayer me fui a dormir sin haber comido nada
salvo la confusión por el comportamiento de la criada mayor. Oh, sí, y la duda
sobre la fuerte disputa.
Según me ha dicho Carme, la más pequeña del
servicio, esta mañana, las criadas que ayer me criticaron fueron despedidas
personalmente por el señor André esa misma tarde. Las había obligado a preparar
sus maletas y desalojar la finca en cuando estuvieran listas. «Estuvo frío,
glacial. Nunca había visto al jefe tan enfadado, la verdad…» me comentó.
Comprendí el significado de esa saliva
goteando en mi frente y de la apasionada bronca de la noche anterior. Lo que no
entendía era por qué había hecho tal cosa. ¿Se había enamorado de mí, ese
anciano? ¿Se había vuelto loco? No sé aún cómo plantearme el problema que en
ese momento nacía. Esas dos marujas ya no me iban a insultar más a mis
espaldas, sí, pero, ¿qué pasaba con el señor André? ¿Cuál era el verdadero
motivo por el que las había echado? No me creía eso de que fuera por lo
ofendida que me sentí por sus comentarios. De ser verdad, no podría hacer más que
huir. ¡Lo que me faltaba! ¡Gustarle a un viejo verde!
Domingo, cinco de noviembre.
He vuelto a mirarme en el espejo y sigo tan
roja como hace media hora. La vergüenza
que siento me está mareando de nuevo. He intentado vomitar repetidas veces,
pero no he podido hacerlo. Tenía la esperanza de que sacando todo lo que había
comido antes de hacer lo que hice la película de mi vida se rebobinaría unas
horas y podría evitar el desastre.
Ayer, de madrugada, estuve bebiendo vodka en
mi habitación. Una botella que me llevé de Barcelona a la casa rural había sido
mi compañera de noches en blanco, aunque en esta ocasión abusé de ella. La
vacié, y, luego, borracha como una cuba, salí del cuarto, en busca de acción.
Encontré al señor André en el salón. Estaba leyendo uno de sus misteriosos
libros sobre medicina, y, mientras, yo lo observaba desde el marco de la
puerta. Cuando reparó en mi presencia me invitó a entrar. Creo que desde un
primer momento él sabía que estaba bebida, lo veía en su borroso rostro, que se
fundía con el mantel negro de la oscuridad.
Me senté en uno de los brazos de su sillón. Él
se sentía un poco molesto por el atrevimiento. Me habló durante cinco minutos
sobre su juventud (no llego a recordar por qué había sacado el tema) aunque yo
no le escuchaba. Estaba ensimismada por el blanco de sus ojos, que se veían tan
horribles y débiles como la propia vejez.
En cuando hubo acabado su pesada explicación
se calló, y, en seguida, sus párpados descendieron. Poco después le sentí
respirar como si estuviera durmiendo, con unos sutiles ronquidos, aunque yo
sabía que solo estaba fingiendo. Esperaba que yo me fuera, pero no, estaba
demasiado ebria como para tomar la dirección correcta.
Acerqué mi brazo a su pecho y acaricié el
cuello de su camisón negro. Lo perfilé con los dedos, fui de arriba abajo y de
abajo arriba. Le veía palidecer, y eso aún me excitaba más. Un pensamiento
llevaba rato correteando por mi cabeza: si me acostaba con él, se convertiría
en más o menos mi esclavo y se vería forzado a obedecerme siempre, ya que, si se
negaba a cumplir con mis deseos, yo podría denunciarlo por abuso doméstico, o
algo parecido. Es evidente que no reflexioné demasiado sobre eso cuando me
abalancé sobre él.
Entonces, saltó del sillón con la fuerza de
diez Revoluciones Francesas y me observó con desprecio desde una esquina de la
sala. Por mi parte, ya asimilaba la situación y comenzaba a darme cuenta del
problema que me había buscado.
Sumido
en la penumbra, se había ruborizado, y, aunque lo veía con dificultad, creo que
sus brazos temblaban. Vi cómo, de repente, las piernas le flaqueaban y caía de
bruces al suelo. El desmayo fue inmediato. Esta vez fui yo quien palideció.
Martes, siete de noviembre.
En estos últimos dos días el señor André no
ha salido en ningún momento de su despacho. Creo que se siente todavía más
avergonzado él que yo de mi propio comportamiento. Cada vez veo más lejana la posibilidad de que
me despida, siente algo demasiado sólido por mí como para hacerlo.
Hoy, no obstante, ha salido de su celda y se
ha ido andando hasta la valla de la finca, que la separa del resto del bosque.
Celina ha ido a preguntarle que qué hacía, y ni siquiera le ha respondido con
evasivas, se ha quedado en silencio, pensativo, como de costumbre.
Pasadas unas cuantas horas largas un trío de
jovencitas ha llegado a la entrada. El señor André las ha recibido con
cordialidad. « ¿Las debe conocer?», me he preguntado a mí misma. Hasta entonces era ajena al hecho de que el señor André tuviese
amistades y toda una vida detrás de él, que no se trataba de un hombre
cualquiera, sino de un caballero que en su día había logrado éxito y
honor.
Las chicas vestían unos jerséis anchos de
angora y boinas franceses. Si no fuera porque los colores eran distintos habría
creído que se trataba de uniformes.
No puedo negar que eran más hermosas que yo.
¡Altas! ¡Altísimas eran! Seguramente si hubieran pasado, de camino a allí, por
la iglesia de la ciudad más cercana habrían chocado con su campanario.
Celina estaba tan o más sorprendida. Yo ya había
deducido, por lo poco convivido con él, que el señor André no era la clase de
tipo que tomaba decisiones precipitadas sin consultar antes a nadie. Aquello
contradecía con algunas de las ideas que me había formado sobre él y su amable
actitud.
Estando todos en el salón, minutos más
tarde, nos ha presentado a las invitadas. Al parecer había estado redactando
sus contratos. Eran las nuevas criadas, que trabajarían codo con codo con las que ya nos ganábamos nuestro sueldo allí.
Las creí un poco menos tontas de lo que con
sus gestos demostraban ser.
Tenían la pose de una cría de seis años y la
risa de un caballo. Nunca he encontrado nada más molesto en una dama que eso.
Entendí que ellas eran el muro que el señor
André acababa de alzar delante de mí. A partir de ahora el contacto sería lo
más distante posible. Yo me dedicaría a limpiar los sillones de polvo mientras
esas muchachas jugaban con él a las cartas y hacían las actividades que tan
entretenidas eran. Me lo tenía merecido.
También, a lo largo de esta tarde, el
abogado del señor se ha pasado por la casa.
Tenía un aspecto muy descuidado. Según
decía, André era el cliente con el que siempre le era más difícil contactar, y
con razón. El pobre anciano, pese a su edad, insistía en irse moviendo por
tierras catalanas. «Si me detengo mis huesos van a oxidarse. Frenar mi paso
sería como cavar mi propia tumba, y eso no es lo que yo quiero, no por ahora.
Aún debo vivir. Hay muchas cosas que quiero contar al mundo antes de marcharme.»,
me decía a veces.
Abogado y pintor se han encerrado en el
despacho y han estado conversando durante horas. En un último momento el
anfitrión le ha sugerido que se quedara a cenar y dormir, pues había anochecido
ya y los caminos eran peligrosos, pero el invitado ha rechazado la oferta. Se
había hospedado en un hostal de la zona, y había pensado en pasar un par de
días en compañía de pinos, setas y pájaros cantores.
El señor André no ha contado a nadie las
cuentas que había de tratar con su empleado. El único rastro que ha quedado ha
sido un sutil olor a tabaco por todo el hogar y una niebla que aún ahora navega
por el pasillo del segundo piso. Las chimeneas que se fuman los dandis me
habían fascinado desde niña.
Jueves, nueve de noviembre.
El otoño nos ha dado una tregua y hemos
podido salir a dar un paseo por el bosque. Desde las nueve de las mañana el sol
iluminaba con todo su esplendor los tapices de hojas secas que cubren los
caminos en las temporadas frías.
Al señor lo hemos tenido que sentar en una
silla y traerlo a cuestas, ya que desde hace unos días las piernas no le
responden.
Es triste asistir a la decadencia de un
hombre que ha vivido tanto.
Los genios deberían morir a los cuarenta o
cincuenta años. Nada más cinematográfico para acabar con una vida brillante que
el suicidio.
A las doce del mediodía, tras mucho andar,
hemos encontrado un valle impresionante escondido detrás de un ejército de
pinos. La cascada que lo presidía regalaba a los animales que por allí vivían
la música de su agua cayendo sobre una gran laguna.
Las criadas se desnudaron y empezaron a
jugar con el agua mientras yo preparaba el caballete y las pinturas del señor
André. Él las observaba con los ojos iluminados, como si un foco de inspiración
estuviese penetrando en su mente.
Cuando hube terminado me desnudé también, y
fue a bañarme con las demás.
El señor André daba pinceladas y más
pinceladas al lienzo que tenía delante, algunas más bruscas y las otras que
caían como plumas sobre el blanco.
De verlo pintar tan poco había olvidado que
con eso se había ganado la vida. Lo único que había visto desde mi llegada de
toda su producción artística habían sido las acuarelas colgadas en las paredes
de la mansión en la ciudad y algún que otro esbozo sobre el escritorio de su
despacho.
Pasamos el mediodía y la tarde allí,
ignorando la atenta mirada del viejo señor y divirtiéndonos como muchachas
libres y jóvenes. Con esa escena las otras criadas me cogieron mayor confianza,
y, ¿por qué no decirlo? Yo también me encariñé más con ellas. Jugamos a
medirnos los pechos y a saltar desde las rocas que impedían que la cascada se
desbordara. A Celina le buscamos el apodo de «Culo Catastrófico» ya que cuando
ella se tiró hizo que el agua temblase como una sábana tendida en una pradera
francesa. No le importaba, ya que nos entendía como sus amigas, y yo a ellas de
la misma manera.
Sábado, once de noviembre.
Ha llegado el día de despedirme de esta casa
tan encantadora. El señor André y las criadas volveremos a la ciudad en tren
desde la ciudad con estación más cercana. Hoy luzco un chaleco negro, una blusa
negra, los pantalones marrones que me regaló una amiga y una bufanda del
granate más podrido. Me siento triste y voy de luto, pues sé que en este día
muere la primavera de mi vida.
Mañana estaré de nuevo rodeada del bullicio
de las capitales, el cual he odiado el doble de veces que amado. El señor
André, sin embargo, está ilusionadísimo con el regreso. Según nos ha revelado,
el marchante con el que trabajó cuando era más joven y su abogado han empezado
a preparar una exposición de toda su obra en uno de los museos más importantes
de Barcelona. «Es evidente que los grandes protagonistas serán los cuadros que
os hice en esa mágica cascada», nos comentó a las chicas. ¿Me debió plasmar con
sus pinceles, u omitió mi presencia? Cuando hubo terminado de pintar recogió
rápidamente y tapó lo que había hecho con unas telas, así que no tuve la
oportunidad de averiguarlo.
Por mi parte, mientras no implique demasiado
alboroto, desordene mi cabeza o me impida cumplir con las tareas de la casa no
voy a protestar. Viendo al señor tan motivado y alegre trabajo más cómoda, y
los errores del pasado van desapareciendo en el fondo boreal de sus óleos.
Domingo, diecinueve de noviembre. Siete y
media de la tarde.
Lo que en un principio parecía una suave
brisa de madrugada se ha convertido en el huracán de mis días. Los periodistas,
sedientos de curiosidad, entran y salen de la casa, al igual que los encargados
del museo y el equipo de dirección.
Yo me limito a servir canapés y pezones de
Venus mientras el señor André, encasillado en su butaca, abre la boca, vomita
todo lo que se le ocurre, y la vuelve a cerrar. Lo único que durante esta
semana ha seguido sin moverse es él. Debe reservar sus fuerzas para la
inauguración de la retrospectiva, que cada vez se ve más cerca.
Ayer por el mediodía un entrevistador se
atrevió a preguntarle por su orientación sexual, la cual ya había sido rumor
más de una vez en su juventud.
«No sé qué decirle. Creo que tanto yo como
cualquier otro artista puede estar por encima de esa clase de cuestiones. Pese
haber nacido en una época en que la homosexualidad ni siquiera era contemplada
he sabido madurar y comprender que la naturaleza del hombre le deja total
libertad para hacer lo que le apetezca. Me he acostado con hombres y con
mujeres, y lo he disfrutado en todos los casos. Las futuras generaciones sabrán
comprender mejor lo que estoy diciendo, ya que el ser humano es demasiado
maravilloso como para quedarse estancado en el pensamiento cerrado de hoy en
día.» le respondió el señor André. La bandeja casi se me cae de las manos al
escuchar aquello. Me lo podía esperar de cualquier persona menos de él. Suelo
olvidar que los ancianos a los que cuidamos en su día fueron como los jóvenes
que nosotros somos.
Esta mañana he acompañado al señor André a
visitar las salas que albergarán la exposición. No obstante, he tenido que
esperar en la entrada. Los organizadores están trabajando con absoluta
confidencialidad, excesiva.
Ha salido con los ojos transformados en
rubíes. Casi se me cae el corazón al suelo al verle tan emocionado. Sabe que
esa es la última vez en que va a ser el protagonista de algo grande, que ya es
demasiado tarde para iniciar proyectos más ambiciosos que aquel o para
atreverse a viajar a otros continentes y países exóticos. Su última oportunidad
llama al timbre y él no sabe si abrirle la puerta o huir de allí. Tiene miedo
de lo que son hechos, tan evidentes como el mismo tiempo.
Sábado, veinticinco de noviembre. Tres y
media de la mañana.
¡Al fin ha llegado el día de la
inauguración!
A lo largo de la semana han ido aumentando
los nervios y las visitas. Parece ser que solo cuando el señor André triunfa es
cuando sus amigos quieren acercársele. He tenido que soportar las voces agudas
e irritantes de las damas de la alta aristocracia barcelonesa y a sus maridos
contando anécdotas de cuando ellos eran niños y el señor André un treintañero
al que sus padres conocían por haber comprado alguno de sus cuadros.
Las conversaciones y los debates son, por lo
general, banales y aburridos. Hasta han llegado a cansar al señor André, quien
los había tenido por entretenidos durante toda su adultez. El miércoles,
mientras una tal dama Élisabeth contaba cómo sus hijos habían ingresado en las
mejores universidades del mundo occidental André se durmió. En ese momento había
diez o doce caballeros en la sala, y ninguno de ellos pudo contener la risa al oírle
roncar. La mujer que estaba hablando se ruborizó tanto que creía que iba a
explotar.
He tenido que levantarme temprano para
ultimar los preparativos. Mientras un sastre acaba de darle los últimos pinchazos
al traje que lucirá el señor yo coloco en bandeja todos los canapés que van a
servirse a los invitados que vengan a la fiesta de después. El salón brilla más
que nunca. Las pisadas de los visitantes han hecho caer el polvo de las paredes
y estanterías, y, claro, yo también he colaborado pasando un plumero hasta por
el último rincón.
No creo que el señor André esté durmiendo,
anoche estaba demasiado nervioso. Seguramente reflexiona sobre lo larga y
hermosa que ha sido su vida fumando un puro, el olor llega hasta la cocina.
Sábado, veinticinco de noviembre.
Son las once de la noche y yo me derrumbo
sobre el escritorio de mi habitación. Sé que debo correr, pero antes de hacer
nada quiero explicar en este folio qué ha ocurrido hoy. Todo me sabe extraño,
incluso mi propia saliva.
Esta tarde la inauguración ha tenido lugar,
sin ningún tipo de demora. Los más elegantes y ricos de Barcelona se han
amontonado a las puertas del museo con sus pases de invitados en las manos.
Nunca había visto prendas tan caras y peinados tan refinados en una misma
escena. Me sentía patética con mi collar de diamantes falsos y el vestido que
había comprado en una tienda cualquiera.
El señor André ha aparecido en su Cadillac,
y, al salir del coche, han empezado a lloverle los aplausos, con algún silbido
de fondo.
Los flashes de las cámaras de los
periodistas eran su foco. Las vallas que prohibían el paso a la alfombra negra
amenazaban con romperse.
En el interior del museo la situación era
mucho más tranquila. Algunos grupos de tres o cuatro dandis esparcidos por la
sala acababan de dar el punto de delicadeza por el que iba a ser recordada esa
noche.
Todos los cuadros eran admirados, incluso
los de dimensiones más pequeñas o los de trazo más impresionista. En esta noche
se brindaba por el triunfo del señor, no por los nimios errores que podían
encontrarse en sus obras.
Llegada la hora del discurso del señor André
y la presentación de la más reciente de sus pinturas y la que aseguraba que iba
a ser su «carta de despedida del Arte», él, su marchante y el director del
museo subieron al escenario que había sido improvisado con una plataforma de
madera. El primero en hablar fue el director, que hizo un análisis rápido de lo
expuesto y reafirmó el talento del protagonista. Su marchante explicó tres
historias sobre antaño, cuando su piel aún era tersa y su voz no se rompía cada
tres palabras. Finalmente, el señor André se puso delante del micrófono y abrió
la boca. Dijo:
«Señores y mis señoras, gracias por haber
acompañado a este pobre viejo en esta velada. Es un honor tenerlos a todos
ustedes como público, y más que también estén presentes personas con las que he
compartido mi vida entera.
Hay una persona en especial, una que
apareció en mi vida hace poquísimo, y que, no obstante, ha conseguido imponerse
en mi corazón. Ella es el tema central de la obra que se esconde detrás de esa
tela roja, y la joven a quien dedico la retrospectiva desde el principio hasta
el final. No entiende el valor que tiene el hecho de que ella esté aquí, después
de tanto tiempo faltando en mi vida», no habría dudado de que se refería a mí,
aunque estas afirmaciones del final me dejaban medio confusa. «No quisiera
aburrirles más de lo necesario, señores, así que, sin más dilación, les
presento el epílogo de una vida al servicio del Arte». Destapó el lienzo y
encontré un espejo. Yo, desnuda, con el cabello salvajemente lanzado por los
hombros, miraba fijamente al público. Reconocí rápidamente el paisaje que me cubría:
la cascada de aquel día maravilloso. Las miradas de la gente se giraban hacia
mí, para confirmar sus sospechas de que ese rostro lo habían visto hacía unos
minutos rondando por la sala. La sorpresa y los aplausos llenaron el lugar y
solo conseguí escuchar un pequeño trozo de la conversa del matrimonio que había
delante de mí. « ¿Y cómo se titula esta preciosísima obra?» le decía ella.
«Creo que ‘Mi hija’».
Esas dos últimas palabras se clavaron en mi
estómago, que se encogió.
Levanté la mirada y vi al señor André
acercándoseme con lágrimas en los ojos. Las personas le iban abriendo paso, y
cada vez lo veía más y más cerca.
Agarrada al impulso definitivo me giré y
eché a correr. Abrí la puerta de la entrada de un golpe y, al estrellarse contra
la pared, se rompieron todos sus cristales. Algunos me alcanzaron y se clavaron
en la seda de mi vestido. Mientras corría iba viendo cómo la sangre comenzaba a
salir de algunos cortes en mi espalda.
Mi cabeza era un enorme castillo de naipes
que acababa de ser destruido por un huracán. Mi corazón bombeaba rabia hacia
ese traidor que había abandonado a mi madre cuando estaba a punto de dar a luz.
Y, ahora, aquí estoy, preparando mi maleta
con lo indispensable y dispuesta a huir de esa ciudad. No tengo dinero, ya que
aún no he recibido mi primer sueldo, por lo que no sé a dónde iré.
Cerraré la puerta con llave al salir.
Afortunadamente nadie ha vuelto de la inauguración todavía.
Lunes, veinticinco de diciembre.
Celina me encontró ayer en una pensión del
Raval. Con solo mirarme supo que ese último mes no lo había pasado en
Versailles. Me sonrojé por la forma en que me observaba: no había respeto en su
corazón para una mujer que había alquilado su cuerpo.
Ella no conocía las condiciones que me
habían ahogado aquellas semanas.
Entró en mi habitación dando un portazo. Segundos
antes había oído mi casera gritándole algo parecido a « ¡Usted no puede pasar
por aquí, señora! ¡Los clientes están descansando!».
Me propinó un bofetón con la palma de la
mano, y yo, mordida por alguna serpiente de fuego y cólera, la empujé contra un
muro. Se vino abajo enseguida.
Entonces me fijé en que, al golpearme la
cara, Celina había tirado al suelo el cigarro que estaba fumando. Quizás en lo
más profundo de su alma de hierro había un hueco reservado al cariño.
Le cogí la mano y salimos corriendo, dejando
atrás los gritos de los vecinos y de una casera a quien la reparación del piso
iba a costarle un ojo de la cara.
Me trajo de vuelta a la mansión adosada del
señor André en el Cadillac. El coche había envejecido como él: su negro liso y
hermoso había sido salpicado por manchas blancas, los cristales ya no
resplandecían, sino que lloraban gotas de polvo y agua de lluvia. El mundo que
tiempo atrás se me había antojado tan brillante y amable ahora se teñía con
pinturas oscuras. Un lienzo en el que yo, joven de talento desaprovechado que
temblaba bajo un jersey de angora y nervios, perdía mis pétalos primaverales.
Una cabeza de muñeca de porcelana que caía
al suelo y se hacía añicos, repartiendo su palidez por toda la tarima.
El coche se detuvo, de repente. Miré por la
ventana y vi el grandioso edificio de ese padre que no me había enseñado a amar
a los hombres.
Me había ido contando en el trayecto lo que
había sucedido. «El señor André enfermó gravemente después de la exposición.
Casi todo el dinero se lo repartieron entre su marchante y su abogado, y este
último, además, robó toda su fortuna y se la llevó a algún lugar secreto. Ahora
está en paradero desconocido. El señor André me pidió que despidiera en su
nombre a todas las criadas, y que no dejara pasar a nadie salvo a ti, si
regresabas. Hacía ya unos días que no puede levantarse de su cama, y, hoy creo
que va a ser su último día en este mundo. Esta mañana estaba más abatido que
nunca». Mi verdadero padre estaba al borde de la muerte y yo le había
decepcionado. Se marcharía de este mundo con la impresión de que su hija era
una mujer que no entendía el perdón. Le pedí a Celina que esperara en el salón
y subí las escaleras al segundo piso de la mano de mis reflexiones. La puerta
del cuarto del señor André estaba entreabierta y un haz de luz se filtraba por
allí. Me acerqué con lentitud. La tarima se quejaba a mis pies. Vi su mesita de
noche y una vela que estaba acabando de consumirse. Un poco más allá el señor
André, con los ojos cerrados y la boca abierta, respiraba. Se había deshecho de
su pijama y entonces solo lo cubría un edredón blanco. Me arrodillé a su lado y
me quedé mirándolo. Él entreabrió sus ojos y, al darse cuenta de que estaba
allí, alargó su sonrisa.
A lo largo de diez minutos su cara pasó del
rojo al blanco, y del blanco a unos toques morados en la nariz, las orejas y el
contorno de los labios.
Metí mi mano en el bolsillo del gabán que me
abrigaba y saqué el pañuelo con el que me había mocado esa misma madrugada.
Tapé su rostro con este, como si se tratase
de un velo.
Un trozo de tela arrugada ocultaba la cara
de un mal padre, que se había ido volviendo azul. Sus orejas quedaban al
descubierto, ¿qué más daba?
No albergaba ningún respeto por alguien que,
arrepintiéndose o no después, había dejado de lado a una madre joven. Muerto o
vivo el señor André me había dado, más que alegría o melancolía, asco.
El rencor es un vaso con aguardiente, y yo
necesito otro trago.
Un maravilloso relato. Aplausos y reverencias para usted Xavier Sirés. No hay más que decir.
ResponderEliminarMuchísimas gracias por tu comentario, Lady Blue.
EliminarGrande Xavier Sirés. Una historia preciosa, sin lugar a dudas es usted un gran escritor. La historia engancha desde el principio. Tan perfecta como bien narrada. Sin duda alguna, una obra maestra. Mis felicitaciones para usted.
ResponderEliminarPosdata: espero que siga así, le espera un gran futuro.
Muchas gracias. Esas palabras son muy motivadoras.
EliminarGran relato, que me ha encontrado aqui en cama, victima del desvelo. Pero que no me ha dejado cerrar parpado. Felicidades se ve un gran futuro en vos. Gracias por compartir este relato. Segui adelante. Suerte desde Honduras.
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